Por Adrian Pietryszyn.
Cuando en Argentina hablamos de redistribución de la riqueza, nos llenamos la boca con esas cuatro palabras, nos atragantamos con ellas de tan de acuerdo que estamos, y las escupimos como una verdad que debe ser oída a los cuatro vientos. Pero a la hora de llevarlo a cabo, parecen solo cuatro semillas esparcidas en un desierto, porque la realidad muestra que no todos tenemos la misma idea sobre ello. ¿A qué nos estamos refiriendo?
Seguro no nos estamos refiriendo a la cancelación de la deuda con el Club de París, ni a la construcción del tren bala, ni a la extensión de los contratos con las petroleras manteniendo las condiciones de la década pasada, ni a las formas actuales de la minería (vaya entrega de nuestros recursos naturales), ni a las libertades con que goza el capital financiero, ni a los aumentos de tarifas en servicios públicos y transporte, ni a los subsidios a empresas de transporte que ofrecen un servicio cada día peor.
Suponemos que no.
Sin embargo, el gobierno de Cristina Fernández, que tanto se ha esforzado en imponer la resolución 125 en nombre de la redistribución de la riqueza; se muestra considerablemente conservador y temeroso en muchos otros aspectos, haciendo incluso oídos sordos a considerables demandas sociales. Esto aporta también su semilla, a la confusión.
La redistribución de la riqueza, es sin duda, la deuda más importante que tiene la democracia desde su regreso en 1983. Es una deuda social, que se manifiesta en la pobreza, en las paupérrimas condiciones de la educación y la salud pública, en la precariedad de la vivienda, en el hambre y la desigualdad, etc.
La pregunta es: si el gobierno quisiera redistribuir en serio, ¿podría hacerlo? Depende.
Depende del apoyo popular necesario para llevar a cabo una medida redistributiva. No debemos pecar de ingenuos creyendo que es una simple decisión que se toma de un día para el otro. Esto se enmarca en la puja entre sectores antagónicos, en el enfrentamiento a los intereses de grupos económicos concentrados, de países que son potencias mundiales y de empresas transnacionales, tan o más poderosas que los países mismos. Esta lucha no se puede llevar a cabo con la sola decisión de un gobierno, sino más bien como el resultado de un proceso mucho más amplio de lucha, de movilización y de organización social.
En las condiciones socio-económicas y políticas de América Latina, sería complicado redistribuir la riqueza sin un gobierno que se asiente en base de los sectores populares; o al menos con un fuerte consenso de éstos.
Por eso, solo Bolivia y Venezuela encarnan procesos de algún tipo de inversión de la matriz de concentración de la riqueza. Y son procesos que nada tienen que ver con el gobierno argentino de los últimos 5 años, el cual tiene más “socios” del lado de los que concentran la riqueza, que de los sectores populares.
Aquí, más allá del embate discursivo de propios y ajenos, pareciera que por un lado no existe la voluntad política para la redistribución, y por el otro, no hay una experiencia popular capaz de encarnar ese proceso complejo y tal vez violento.
Lo cierto es que algunas medidas, aunque más no sea dentro de los límites que impone el capitalismo -siempre restrictivo- se podrían tomar en favor del conjunto más desfavorecido del pueblo. Medidas por lo menos reformistas; que no impliquen el enfrentamiento total con grupos demasiado poderosos que puedan desestabilizar la economía y/o el gobierno, o hasta la vida democrática misma.
Pero cuando el gobierno autoriza la suba de tarifas, está quitándole directamente dinero del salario de los trabajadores para trasladarlo a las empresas privadas.
Pero cuando se le paga a Marsans la deuda contraída con Aerolíneas, se está entregando dinero del Estado nacional a una empresa privada que encima hizo mal las cosas.
Pero cuando los miembros del gabinete mismo son empresarios, o los socios políticos de empresarios, nos van confirmando lo que creemos.
Y entonces se le paga al Club de París, usando a discreción dinero de los argentinos para abonar una deuda fraudulenta, sin siquiera llevar una investigación previa; dinero que por otra parte, podría utilizarse para pagar, aunque sea algo, de la enorme deuda social que la democracia tiene con el pueblo argentino.
Entonces, los voceros del gobierno, nos dicen que el efecto de saldar la deuda con el Club de París, será tranquilizar los mercados, y que como hormigas a la miel lloverán inversiones listas para… ¿para qué?
Para serles sincero, si me dan a elegir: no vengan!!! ¿Por qué no darnos la posibilidad de producir lo que podamos producir, e importar lo que por años de desindustrialización no tenemos más remedio que comprar hecho?
¿No sería mejor comenzar una etapa de reindustrialización? Un Estado que encabece las inversiones, que regule y planifique, y que no se conforme con el viejo y fracasado modelo agroexportador, que acompañe una burguesía nacional que estimule el desarrollo. Tal vez así nos dejemos de contar con los dedos los puntos de crecimiento anual, crecimiento para qué, sino se traduce en verdaderos beneficios para los más perjudicados por el sistema.
Entonces, vuelvo al comienzo. Pienso en la redistribución de la riqueza, miro las medidas de Cristina Fernández y me pregunto: ¿de qué lado está?