Lo que la discusión sobre la inseguridad ha ganado extensión mediática en los últimos días, lo ha perdido en profundidad. Medios, inclusión, garantismo: término a incluir en el debate sobre la mano dura.
“Si bien algunos de ustedes pensarán que no vale la pena me veo en la obligación ciudadana de refutar a Sra. Gimenez. Es la otra voz, para evitar el monopolio de la reacción mediática vacía de contenido y llena de violencia”.
Florencia Arietto, presidente de la ONG Arde la Ciudad.
Mano dura vs mano blanda. Personas vs animales. Libertad de expresión vs apología del delito. Analistas vs panelistas. Crecimiento del país vs distribución de la riqueza. Al parecer, estamos acostumbrados a pensar en términos binarios, a oponer conceptos casi totalizadores. En pocas palabras: los buenos vs los malos. Ahora bien, este mecanismo del sentido común se torna peligroso cuando es legitimado desde voces legítimas (redundancia adrede). Porque la muerte del florista de Susana Giménez hizo estallar una cruzada mediática que, más allá de ¿problematizar? sobre la eficacia de la pena de muerte, revuelve una discusión más profunda (sociológica, psicológica, antropológica y hasta filosófica): ¿Qué implica ser “persona”?, ¿Qué cosas pueden traer como consecuencia que una persona deje de ser tal?, ¿Hasta dónde abarca el término de “gente”?.
La principal dificultad, entonces, radica en que esa discusión no está. Se perdió. Se la olvidaron. O hasta incluso se la pudieron haber robado… Quién sabe. Sin esa discusión (larga, difícil, agotadora pero infinitamente más productiva), los medios de comunicación se distraen con chichoneos alrededor de la pena de muerte, acentuando las construcciones binarias que se acercan más a discusiones de camarines que a debates parlamentarios.
La primicia
A Susana le mataron al florista. A Susana se le ocurrió pensar que “el que mata tiene que morir”. A Susana le pusieron cámaras y micrófonos. Estallido. Porque Susana es Susana, y no simplemente la jefa del florista. Y en esta escena se establecen dos grandes responsabilidades: la del emisor (la diva) y la del canal (los medios masivos de comunicación).
Primero. Giménez, si bien para el Estado de derecho tiene las obligaciones y derechos de cualquier hijo de vecino, como persona mediática, referente popular y conductora archi famosa, es acreedora de un capital simbólico que la despega de los ciudadanos “comunes”. La Sú no sólo piensa: habla y se pone adelante “del pueblo”. Enarbola una violenta bandera casi incitando a la justicia por mano propia. Como dijo el sociólogo Pablo Alabarces: “Susana dijo textualmente “terminen con los derechos humanos y las estupideces”. Y entonces transpone un límite que la lleva rápidamente a reclamar la pena de muerte –una obviedad esperable– y también a la barbaridad casi delictuosa de “si no lo hacen ellos tendremos que hacerlo nosotros”. En definitiva: Susana acaba de convocar a la cruzada de los ciudadanos armados dispuestos a matar chorritos, a la violación inclaudicable de todos los principios del Estado moderno.”
Pero bueno. Se supone que ella habló desde el dolor (y por eso se le perdona la apología del delito que cometió desde la puerta de su casa). Desde el dolor y la ignorancia porque, como bien dijo el ministro de Justicia y Seguridad, Aníbal Fernández, “Susana no sabe de lo que habla”. Y no tiene por qué saberlo, porque es conductora de televisión y no funcionaria pública. Tal vez el problema está en que haya hablado, y entonces…
Segundo. En una repetición morbosa de lo policial, los medios de comunicación calentaron pantallas, páginas y diales no sólo con las declaraciones de la blonda: al festín se sumaron Marcelo Tinelli, Moria Casán, “Cacho” Castaña, Gerardo Sofovich, “El Facha” Martel y vedettongas bronceadas de la temporada en Mar del Plata y Carlos Paz. Los programas de la tarde se transformaron en improvisados espacios de análisis de lo social y, justamente por improvisados (e incapacitados), no hay debates. En su lugar, una larga procesión de famosos que vomitan sentencias. Llamativamente, la discusión no se trasladó a los programas políticos, y tras algunos llamados de los televidentes se fue instalando que “el pueblo” quiere la pena de muerte. Sin embargo, en una encuesta realizada por la Universidad Torcuato Di Tella (y publicada en Ámbito Financiero), sólo el 2,6 por ciento de los argentinos apoya esa medida. En conclusión, la culpa no (sólo) es del chancho, sino del que le pone un micrófono adelante.
Garantismo, inclusión, delincuencia
Debate. Cuando los grandes medios de comunicación de nuestro país comenzaron a emitir distintas opiniones de los famosos, hablaron de debate. Se adjudicaron el haber instalado el debate sobre la inseguridad. Sin embargo, el recorte no excedió nunca lo de la pena de muerte, y eso de matar al que mata se quedó ahí, se regocijó con ello. Bueno, cuando la propuesta que uno aporta a la supuesta conversación es una sentencia de muerte hacia otro individuo, no existe el debate: “Lamento que en un país que todavía drena sangre por sus cloacas, pidan sangre, cualquier similitud con el terrorismo de estado, es pura coincidencia”, sostiene Arietto.
Tampoco se puede sostener ninguna construcción cuando se desconoce no a la persona que se tiene al lado, sino que directamente lo desconoce como persona. No es. ¿Qué es? ¿Qué son los que matan? ¿Infrahumanos que naturalmente nacieron con la necesidad intrínseca de matar? ¿Son zombies hambrientos de cerebro y sangre?. “Una parte de nuestras clases medias y altas están dispuestas a tolerar otra masacre represiva a cambio de su tranquilidad”, asegura Alabarces.
Esa parte pone en discusión si los derechos humanos deben ser de la gente y no de los delincuentes, y quizás aquí se instala el planteo más peligroso: “Esa opinión es de por sí grave, y debiéramos ser más enfáticos en condenarla: la frase afirma (ni siquiera presupone: es explícita) que los “delincuentes” no son “gente”, y eso implica que están fuera del género humano –y por eso mismo no debieran tener derechos. O quizá revela lo que se quiere decir cada vez que se usa la palabra “gente”: se quiere decir “yo”, y el que no es como “yo” se queda afuera de la descripción”, completa el sociólogo.
“¿Por qué serán tan nabos? Se creyeron que podían convertir a la Argentina en un país realmente tercermundista sólo para lo que les convenía. Se creyeron que podían construir una sociedad con miseria, un tercio de excluidos, escuelas devastadas, hospitales vacíos, millones de jóvenes sin nada que hacer, y tasas de criminalidad escandinavas”, sostiene el escritor Martín Caparrós, y pretende instalar otro eje en la discusión sobre seguridad. ¿Se puede garantizar la seguridad individual cuando no existe la seguridad social? Y por otro lado, ¿cuánto sentido tiene darle más poder a una institución como la policía, que todos los días demuestra sus infinitas conexiones con el delito?
“La polémica entre mano dura y garantismo es importada del mundo desarrollado. Nadie puede garantizar mano dura si las instituciones que tienen que dar seguridad están atravesadas por el delito. La penitenciaria es casi un posgrado en materia delictiva y la justicia, en el caso nuestro, ha visto interrumpido su proceso de democratización cuando la renovación quedo simplemente en el cambio de la corte suprema”, comenta el diputado nacional por Buenos Aires para Todos, Claudio Lozano, para profundizar los cuestionamientos y sigue: “Nadie puede plantear el garantismo social cuando no podemos ofrecer condiciones dignas al conjunto de la sociedad, todavía en Argentina hay 14 millones de pobres.”
Ni la falta de educación, tampoco el hambre o la expulsión, ni siquiera la injusticia, el racismo y el hambre son obra de la magia o la causalidad inevitable: “Hemos sometido a nuestras clases populares de una forma que no tiene parangón, porque se trata de un retroceso terrible sobre los niveles tolerables de integración que nuestra sociedad tenía hace treinta y cuatro años”, concluye Alabarces.
¿Qué hacer?
Cuando la inseguridad es desarraigada, cuando es tratada como un objeto individual sin conexión con diversas y complejas variables de la realidad social, los que aparecen como responsables (ladrones, asesinos, pungas, violadores) son des-personalizados. Por eso, desde esa concepción, merecen entonces no tener vida.
Ahora bien, existen otros lugares de análisis, que plantean soluciones diferentes. Como Arietto, que lamenta que se intente combatir la violencia con más violencia. O, por su parte, Claudio Lozano, quien sostiene que más allá de la necesidad obvia de acabar con la desigualdad, el hambre y la pobreza, es imprescindible avanzar en la depuración y democratización de las instituciones policiales. Además: “La sociedad debería organizarse por zonas para poder discutir de manera comunitaria qué hay que hacer en materia de seguridad y construir un mapa del delito”, propone.