Corría 1993, recién terminada la Guerra Fría y Mark Falcoff, uno de los más influyentes pensadores del Partido Republicano en asuntos de América Latina, asentía ante la insinuación de que la política de los EE.UU. contra Cuba, desaparecida la URSS, sólo podía ser explicada haciendo una excepción “freudiana” al enfoque realista que estaba en la base de la política exterior norteamericana. “No podemos tolerar un gobierno a menos de 100 kilómetros de nuestras costas dedicado a denostar nuestro sistema de la mañana a la noche,” ensayaba como débil explicación para la saña y la inversión de recursos dedicados a un vecino insular e insignificante en términos del equilibrio de poder mundial o hemisférico. Tuvieron que transcurrir tres lustros, la mitad de ellos dedicados al experimento clamorosamente fallido de la política exterior neocon, con sus ribetes de derecha revolucionaria, de exportación de la “democracia liberal” llave en mano, para que la solitaria superpotencia considerara la validez de retornar a las instituciones internacionales y regionales, tratando de perseguir sus objetivos con una dosis mayor de diálogo y blandiendo el garrote de manera mucho menos ostentosa.
En lo que considerara por décadas su patio trasero, los EE.UU. se encontraron, al tratar de volver a poner en marcha una conversación abruptamente interrumpida después de la invasión a Irak, con una colección de gobiernos que habían abandonado, con diversos grados de moderación o radicalidad, el Consenso de Washington, y con la emergencia decidida de un nuevo poder regional que estaba en el centro de una variedad de dispositivos como el MERCOSUR, la UNASUR y el Grupo de Río y que daba voz a una región dispuesta a reclamar igualdad formal en el trato con una superpotencia que la había abandonado para ir a empantanarse a la Mesopotamia asiática.
Ese es el contexto en que el gobierno de Barack Obama se reencuentra con unos vecinos hemisféricos más que dispuestos a poner pautas para el diálogo. La larga negociación que llevó a la Asamblea General de la OEA a dejar sin efecto la inicua suspensión del gobierno de Cuba de su seno, duró tanto como tardaron los EE.UU. en entender que la renovación de sus relaciones con América Latina no es un “como decíamos ayer” en el que la diplomacia de Hillary Rodham retoma donde dejó el gobierno de Bill Clinton. Por el contrario, América Latina se aplicó en el último semestre a hacer de Cuba un leading case del tipo de vínculo que sus gobiernos (desde la derecha de ?lvaro Uribe hasta su némesis Hugo Chávez) pretenden. Desde la incorporación de Cuba al Grupo de Río, que lo transformó hace meses en algo demasiado parecido a una OELAC (latinoamericanos y caribeños prescindiendo de los EE.UU.), hasta el lugar que ocupó el tema de la isla (eclipsando la agenda formal) en la Cumbre de las Américas de Trinidad y Tobago, quedó claro que se espera que la agenda hemisférica tenga la variedad de un genuino multilateralismo y no sea el resultado de un diktat imperial. La resolución de San Pedro Sula es un “pase de pantalla” en el juego hemisférico y es uno de los trabajosos últimos pasos que los EE.UU. deben dar para terminar de salir de la Guerra Fría.
* Co-coordinador, Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas