Por Gabriel Puricelli.
Después de 20 años de vigencia de una coalición electoralmente invicta, resulta extraño empezar a hablar de la Concertación de Partidos por la Democracia en tiempo pretérito. En efecto, si hay un efecto del triunfo de la derecha chilena en la primera vuelta de las elecciones celebradas ayer, es la necesidad de hacerlo así, no porque la Concertación vaya necesariamente a desaparecer, sino porque los cambios que deberá sobrellevar, tanto si vuelve a vencer en segunda vuelta, cuanto si Sebastián Piñera llega a La Moneda, deberían hacerla irreconocible, después de enfrentar la rebelión masiva de esa gran proporción de su electorado “natural” que optó, en unas primarias a destiempo, por Marco Enríquez-Ominami.
Después de dos mandatos iniciales con presidentes democristianos (Patricio Aylwin y el ahora de nuevo candidato Eduardo Frei-Ruiz Tagle), la rotación que permitió dos mandatos subsecuentes para los socialistas Ricardo Lagos y Michelle Bachelet relanzó el impulso concertacionista cuando la capacidad de tracción del discurso antidictatorial iba mermando, de la mano del desgaste natural de una década continuada de gestión y del adecentamiento de la derecha, cada vez más convincentemente pospinochetista.
A la hora de dar un nuevo giro innovador a la coalición democrática, el liderazgo de los partidos que la integran no supo o no pudo inventar una opción que sorprendiera y convenciera. Por el contrario, se optó por una previsible candidatura democristiana, siguiendo una lógica de “turnos”. El partido centrista estaba relamiéndose de la ruptura por derecha encabezada por el senador Adolfo Zaldívar a mediados del mandato de Bachelet, de la pérdida de bancas legislativas en las parlamentarias más recientes y sin figuras de recambio desde la deserción de Soledad Alvear en las primarias de 2005. La Concertación en su conjunto pagó el costo de ayudar a la DC a parar una posible hemorragia dándole el abanderado y restituyéndole un lugar simbólico de predominio dentro de la coalición que viene erosionándose desde hace tiempo. En el medio, hubo amagues de posibles candidaturas de pesos pesados socialistas, que quedaron en nada, pero ante la pretensión del diputado del PS Enríquez-Ominami, las puertas de unas primarias competitivas se cerraron y se optó por una coronación de Frei.
El cierre de esa opción no fue más que el corolario de una prolongada etapa de debate larvado y público que opuso en algún momento a los denominados “autocomplacientes” con los “autoflagelantes”, más que al interior de la Concertación, al interior de la familia socialista. Unos estaban convencidos de que el éxito electoral bendecía la corrección de las políticas adoptadas. Los otros, de que el minimalismo de esas políticas y la baja capacidad de innovación y ruptura, condenaba a largo plazo a la coalición como opción mayoritaria. No casualmente dos dirigentes notorios entre los autoflagelantes han protagonizado campañas que compitieron con Frei: los ex-ministros Jorge Arrate, como candidato de la coalición articulada por del Partido Comunista, y Carlos Ominami, como cerebro de la campaña de su hijo adoptivo. El rol de la izquierda histórica del PS, referenciada en el jefe del partido Camilo Escalona y de la que surgiera la propia Bachelet, actuó de freno para el procesamiento de las críticas. Arrepentida de su rol como ultraizquierda del proceso de la Unidad Popular de Salvador Allende, se transformó en cancerbero de la unanimidad concertacionista y careció la plasticidad necesaria para ayudar a que la Concertación y el PS se doblaran en lugar de romperse.
La derecha insistió con el único referente a disposición que une un alto grado de conocimiento público y una actitud democrática frente al plebiscito de 1988 con el que el dictador Augusto Pinochet pretendió perpetuarse: Sebastián Piñera votó “no”. Esa credencial puede ser la llave que le abra la puerta de la mayoría que la derecha viene arañando desde hace una década, pero que se le ha escapado a la hora de la segunda vuelta y se le ha alejado ante el crecimiento de la popularidad de los sucesivos presidentes socialistas, que han terminado con su aprobación ciudadana volando en las alturas, pero sin capacidad de ayudar a traducir ese apoyo en votos para los candidatos a sucederlos: pasó con Lagos y Bachelet, pasó -ahora y de manera agudísima- con Bachelet y Frei.
El partido no está liquidado. El saludable resultado de Arrate y el bálsamo de la reconquista por los comunistas de su condición de partido parlamentario ayudarán a que esos votos vayan disciplinadamente a apoyar a Frei. En cambio, los matices a veces anti-concertacionistas de Enríquez-Ominami hacen dudar de lo que el bloque de electores que lo eligió pueda hacer en la segunda vuelta de enero. La prueba más dramática de la transición chilena está aún por decidirse.
* Co-coordinador, Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas (www.politicainternacional.net/)