Un Estado meramente subsidiario o presa del poder de corporaciones o de grupos de interés particulares puede generar desigualdades tan profundas como las del mercado. Existen muchos ejemplos en nuestro país de prácticas de este tipo.
Por: Roberto Gargarella, PROFESOR DE DERECHO CONSTITUCIONAL (UBA, DI TELLA) y Rubén Lo Vuolo ECONOMISTA, INVESTIGADOR DEL CIEPP.
La atracción del estatismo para quienes defienden ideales emancipadores es evidente. Si queremos que ningún individuo quede sujeto al poder arbitrario de ningún otro, a la vez que abrazamos ideales de justicia colectiva, es lógico que pensemos en el Estado como entidad que regule colectivamente la producción y distribución de bienes y servicios esenciales.
De este modo, impedimos que esos bienes sean apropiados conforme a las reglas mercantiles, demasiado sensibles a las existentes e injustificadas diferencias de poder económico. Las fuerzas del mercado -lo sabemos- no son un buen medio para asegurar los derechos sociales básicos en una sociedad desigual, ni tampoco para atender nuestros compromisos intra e intergeneracionales con criterios elementales de justicia distributiva. Ocurre, sin embargo, que objetivos de justicia como los definidos no se alcanzan a través de cualquier tipo de organización estatal.
Un Estado meramente «subsidiario» o presa del poder de corporaciones o de grupos de interés particulares puede generar desigualdades tan profundas como las del mercado. Por ejemplo, históricamente en nuestro país, el Estado ha discriminado los derechos de quienes «merecen» sus beneficios y quienes son «parásitos» o «ineptos» que sólo pueden aspirar a la caridad o benevolencia de quienes detentan el poder. Existen muchos ejemplos en Argentina de prácticas estatales orientadas por el principio del «Estado al servicio de unos pocos»: subsidios a empresas escogidas; exenciones impositivas injustificadas; estructura tributaria regresiva; «blanqueos» tributarios; empresas públicas manejadas por grupos de interés particular; servicios de salud fragmentados y al servicio de negocios corporativos; beneficios sociales discriminados según empleo, características personales y sumisión al poder que los distribuye; renta financiera alimentada por el endeudamiento público; etc. Aplaudir o repudiar medidas y gobiernos por «estatistas» o «privatistas» no sirve de mucho para comprender la dinámica política. El «estatismo para pocos» es una característica de muchos gobiernos que desmercantilizan ciertas actividades para concentrar poder económico.
Esta «contraprivatización» no es garantía de un Estado al servicio del interés común y -en particular- de los más vulnerables. En muchos casos sirve para la apropiación de riqueza y poder de grupos específicos, afines a prácticas de corrupción, cuya capitalización les otorga poder no sólo en el Estado sino en los mercados. Una estatización al servicio de la concentración de poder no es una alternativa a la privatización que persigue los mismos fines.
Contra el estatismo al servicio del poder privado, hay que promover otro tipo de Estado, al servicio y bajo el control de la ciudadanía, cuya organización esté orientada a la desconcentración del poder, a la promoción de una distribución justa, y que aliente la participación colectiva en los destinos del conjunto.
El «estatismo para pocos» guarda fuertes similitudes con el «mercado para pocos»: ambos están al servicio de una estructura de clases donde la propiedad y el poder de someter a los grupos más vulnerables quedan en manos de una clase de capitalistas y dirigentes amparados por las prebendas obtenidas de las instituciones que circunstancialmente comandan. En esas condiciones, la mayoría sigue subordinada al empleo y beneficios que decidan asignarle quienes detentan el poder, tanto en el mercado como en el Estado. El estatismo, al igual que el «libre mercado,» también puede estar al servicio de una construcción económica y social clasista que no es el resultado de la antinomia Estado-mercado, sino de un maridaje entre ambos al servicio del poder unos pocos.