Por Gabriel Puricelli *
“Algún día tenía que pasar” podría ser el título más obvio de estas líneas. La hora pareciera obligar a hacer sólo el inventario de los errores de la Concertación y, sin embargo, un análisis con perspectiva histórica debe empezar por un hecho notable: que la coalición de Aylwin, Lagos, Bachelet y Frei hijo se haya mantenido invicta por 20 años. Porque el pinochetismo logró, sobre todo, la fragua de un hormigón que dejó la cancha constitucional inclinada fuertemente en favor de la derecha y que hizo que esa familia ideológica se convirtiera de manera estable en la primera minoría política del país. Todo ello, con el reaseguro de que, si el electorado la hacía bajar del elevado umbral del 40 por ciento, igual el sistema electoral binominal le garantizaría sobrerrepresentación en el Congreso.
Las fuerzas democráticas de Chile alcanzaron, en 1988, el grado necesario de unidad para terminar con el gobierno de facto, pero, a diferencia de otros países de la región, tanto se vieron obligadas a, como fueron capaces de, hacer de esa unidad un arma eficaz de competencia electoral y una herramienta de gobierno. El mecanismo de relojería pinochetista que tenía que hacer saltar esa unidad falló en cuatro elecciones seguidas y tampoco se accionó ayer: lo que sucedió fue que la Concertación perdió la capacidad de renovar el pacto antipinochetista, de proponerles a los sectores populares de Chile alguna nueva cima para escalar.
Con la cancha inclinada y el referí comprado, igual cayeron Hernán Büchi, Arturo Alessandri, Joaquín Lavín y Sebastián Piñera, una vez. Sin embargo, a la derecha le alcanzó con demostrar paciencia, cosa que no le costó más que tiempo, ya que los “amarres” constitucionales hacían muy difícil que se cuestionara su papel de clase dominante. Fue en el seno de la Concertación donde todo empezó a crujir. En primer lugar, sectores del Partido Demócrata Cristiano digirieron mal su pérdida de peso relativo dentro de la Concertación, sobre todo, tras la elección de dos presidentes socialistas consecutivos: así se astilló una de las ramas de la coalición, dando origen a un nuevo partido liderado por el senador Adolfo Zaldívar, con peso electoral en algunas regiones alejadas de Santiago. Luego fue el Partido Socialista, que no logró acoger los planteos críticos de la falta de ambición programática de los gobiernos de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, viendo en cada señalamiento el riesgo de una izquierdización incontrolable como la que trajera (según un consenso difundido en el PS) dolores de cabeza a Salvador Allende dentro de su propio partido. Esa cerrazón permitió que la disidencia del diputado Marco Enríquez-Ominami (ME-O) encontrara fuerte eco en el electorado que había sido fedelísimo de la Concertación.
Con esos hechos servidos en bandeja, Sebastián Piñera hasta tuvo tiempo de pasar a cuchillo a su único contendiente con proyección nacional dentro de la derecha, el ex alcalde santiaguino Joaquín Lavín, sin que ello mellara el impulso que, ayer, lo catapultó a La Moneda. Apoyando a un independiente para que Lavín no accediera al Senado, el presidente electo parece haber empezado a poner a raya a la ultrapinochetista Unión Demócrata Independiente, que cuenta con la bancada más numerosa de las que debería apoyarlo en el futuro Congreso. Hay todo un nuevo partido que empezó a jugarse dentro de la derecha y que determinará cuánto de continuidad y cuánto de restauración pura y dura habrá en los cuatro años que vienen.
En el espacio de las fuerzas democráticas, será en una incógnita recombinación de la Concertación, el movimiento amplio que encabezó ME-O y la coalición Juntos Podemos, del ex PS Jorge Arrate y el Partido Comunista, que estará cifrada la posibilidad de retornar al gobierno. En esa franja hoy derrotada se destacan Michelle Bachelet, con una aceptación pública que roza la unanimidad, y ME-O, que enfrenta la disyuntiva de darse la organización territorial que no tiene (lo que parece preferir) o ir con su consenso electoral a por el liderazgo de su ex partido, para encolumnar una nueva concertación sui generis, con un programa definidamente libertario y posneoliberal.
Desde la Argentina, hay que esperar con aprensión hasta ver si Piñera llega con los tics nacionalistas que son parte del ADN pinochetista o entiende que el interés nacional de Chile fue más que bien servido por la Concertación en su empeñosa búsqueda de relaciones óptimas con unos trasandinos a los que adoptó como hermanos.
* Co-coordinador, Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas