Obama y América Latina: expectativas y frustraciones
Por Gabriel Puricelli
El optimismo global que acompañó la elección de Barack Obama parece haber dado lugar en América Latina a cierta decepción. Más allá de si se trató o no de un ejercicio prudente de la diplomacia, las palabras de la Presidenta Cristina Fernández durante una entrevista en febrero, diciendo que las idas y vueltas estadounidenses frente al derrocamiento de Manuel Zelaya en Honduras fueron un «golpe muy fuerte a las expectativas que muchos habíamos tenido en el presidente Obama», tradujeron el desánimo que se ha apoderado de algunos líderes de la región respecto de los cambios que es dable esperar en el relacionamiento de la superpotencia con sus vecinos de hemisferio bajo el gobierno del Partido Demócrata. La jefa de estado no fue, sin embargo, categórica: afirmó de inmediato que «podemos seguir teniendo» expectativas, dejando claro que está lejos de haber un juicio definitivo, cuando el líder de EE.UU. ha transcurrido poco más de un año en la Casa Blanca.
A partir del 11 de septiembre de 2001, la política exterior de los EE.UU. se concentró de modo tan marcado en los escenarios bélicos del Oriente Próximo, que las relaciones con América Latina cayeron al lugar probablemente más bajo en la lista de prioridades que hayan ocupado nunca. Los impactos fueron, eso sí, distintos en diferentes sectores del gobierno: el Departamento de Estado estableció su curso en la región en «piloto automático», pero el Pentágono (y dentro de él, el Comando Sur) incrementó su importancia en la definición de la estrategia de cara a América Latina.
La doctrina de defensa de «guerra preventiva» puesta en práctica por George W. Bush, no había convencido siquiera a todos los gobiernos conservadores de América Latina, pero la llegada al poder en buena parte de la región de líderes con una agenda posneoliberal eliminó el vínculo lábil que acercaba a algunos países a las posiciones de Washington. Sólo quedó en pie el «Plan Colombia», que se venía aplicando en ese país desde los tiempos de Bill Clinton. Bush no tuvo casi otra propuesta para la región que la agenda de promoción del libre comercio que había heredado de su predecesor y que habría de naufragar en 2005 en Mar del Plata, en la cumbre que sepultó la idea de un Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA).
La primera ocasión para poner a prueba el potencial sanador que la región le otorgaba a la llegada del nuevo gobierno fue la Cumbre de las Américas de Trinidad y Tobago, en abril de 2009. El encuentro, mostró al público que un presidente de los EE.UU. podía volver a abrazarse sonriente con sus pares del hemisferio y hasta podía lograr que Hugo Chávez abandonara la retórica antiestadounidense, pero como reunión de trabajo, fue un fiasco, ya que no se pudo siquiera acordar una declaración final. Los líderes pudieron sonreír al unísono pero no pudieron encontrar puntos en común: ¿una pintura de la relación entre Washington y sus vecinos bajo Obama? Hasta el momento, sí.
Menos de dos meses transcurrieron hasta la reunión en San Pedro Sula, Honduras, de la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA). Allí, América Latina sometió al nuevo presidente a la prueba del ácido: se puso en la agenda el levantamiento de la suspensión del gobierno cubano de las instancias de la OEA. Obama quedó entre la dura opción de mostrarse igual de indiferente a la región que su antecesor o de enfrentar el diluvio de críticas republicanas en Washington. Se ganó un crédito enorme aceptando que se abrieran las puertas a un diálogo para el regreso de Cuba, un gesto consistente con su decisión previa de eliminar ciertas restricciones a los viajes de estadounidenses a la isla.
No pasaron tres meses de ese avance y la relación fue puesta a prueba inesperadamente por el golpe de estado en Honduras. Esta crisis puso en evidencia que el Departamento de Estado trata de adecuarse a un nuevo contexto latinoamericano, pero lo hace lentamente y sin disponer de los recursos intelectuales y humanos para aprovechar una ventana temporaria de oportunidad, mientras que el Pentágono continúa con el despliegue implacable de una estrategia para la región con pocos puntos de intersección con sus colegas. La diplomacia estadounidense reaccionó ágilmente y se sumó a un inédito consenso unánime en la OEA para repudiar el golpe, pero no pasó demasiado tiempo sin que se supiera que los militares hondureños que habían secuestrado al presidente Manuel Zelaya hicieron una escala en el vuelo que lo desterraba a Costa Rica, en la base aérea «Enrique Soto Cano» que comparten la Fuerza Aérea de Honduras y la Joint Task Force Bravo, una de las tres fuerzas del Comando Sur de los EE.UU. El hecho de que la mano derecha (el Departamento de Estado) pareciera no saber lo que hacía el Pentágono con la mano izquierda, no evitó que el repudio inicial de EE.UU. al golpe fuera visto por América Latina como un paso histórico adelante.
Un elemento clave que complica la ecuación de la política de EE.UU. en la región, es el factor doméstico. A pesar de que Obama había enviado rápidamente al Capitolio la propuesta de nombrar Subsecretario de Asuntos Hemisféricos a Arturo Valenzuela, los republicanos bloquearon ese nombramiento como forma de chantajear abiertamente a Obama para que éste aceptara su política. Fue así que EE.UU. abandonó con el correr de las semanas la insistencia en el retorno del presidente depuesto y anunció que reconocería al presidente que surgiera de las elecciones organizadas bajo el régimen de facto que desplazó a Zelaya. Sólo después de esta marcha atrás, los republicanos permitieron la confirmación de Valenzuela.
La reconsideración estadounidense provocó una reacción de Brasil que cambió dramáticamente el escenario, dando albergue en su embajada en Tegucigalpa a Zelaya, que había logrado reaparecer en la capital hondureña para ponerse al frente de la resistencia al golpe. La demostración práctica de lo que Brasil estaba dispuesto a hacer en caso de que los EE.UU. no pudieran o no quisieran resolver la situación representó una apuesta osada que no pudo torcer el destino de la crisis, pero que toda la región interpretó como un desafío a la influencia estadounidense en lo que Washington considera su periferia inmediata.
El desahogo para Obama que significa la aprobación de la reforma del seguro de salud, probablemente le permita a su gobierno dedicar más tiempo a repensar su relación con América Latina. La continuada radicalización hacia la derecha del Partido Republicano, seguirá siendo, sin embargo, un obstáculo, en especial con las elecciones parlamentarias de mitad de mandato previstas para fines de este año.
Que Obama decida transformar el saldo de buena voluntad que le queda en la región en una relación cualitativamente diferente, dependerá mucho de la lectura que haga de las consecuencias de la emergencia de Brasil, de la consolidación de las instancias de integración económica y de defensa en América del Sur y de la recentísima aparición de la tantas veces anunciada «OEA sin los EE.UU.» (ni Canadá) en la Cumbre de la Unidad de América Latina y el Caribe celebrada en Cancún en febrero de 2010.