Por Martín Becerra
El fallo de la Corte Suprema de Justicia sobre la cautelar que beneficia al grupo Clarín al no aplicársele el art. 161 de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (comentado aquí), repercutió en una sucesión de pedidos de cautelares como la de ATA (Asociación Telerradiodifusoras Argentinas) reclamando que no se le aplique a sus socios 33 artículos de la ley, o la ya dispuesta por la justicia de Santiago del Estero que beneficia al grupo IcK, ligada al peronismo local. Aunque Mario Wainfeld consideró «redundante» que el fallo de la Corte Suprema recordara que el resto de la ley está vigente, ahora se revela la importancia de ese considerando. A continuación varios argumentos por los que, si la Corte Suprema es coherente con sus dos últimos fallos en la materia, debería rechazar los amparos «casi» integrales que están cociéndose en primera instancia.
La historia reclama sus fueros en tiempos en que el presente es cargado indistintamente con euforia o depresión como si el problema de la regulación de los medios hubiese nacido ayer. La historia relativiza tanto a quienes se apresuran a expedir certificado de defunción a la Ley, a quienes en un ejercicio de voluntarismo creen que la ley por si misma limpiará mágicamente un sedimento que lleva décadas acumulándose. Esta es la segunda vez en la historia argentina que el Congreso sanciona una ley de medios audiovisuales (la anterior, pro-concentración, fue en 1953). Esta falta histórica de acción del Congreso es coherente con un sistema que Fox y Waisbord caracterizan con la siguiente paradoja: «poco regulado y fuertemente controlado». A su vez, esa paradoja explica la bajísima impugnación judicial que mereció la Ley de Radiodifusión 22285 de la Dictadura por parte de los ahora dinámicos litigantes, y la inexistente incomodidad con aquel decreto-ley por parte de la oposición de «derecha» y de «centroderecha» (para usar una convención que no convence aunque orienta), en relación al malestar que les causa la nueva regulación y que moviliza a las medidas cautelares.
A continuación varios argumentos por los que, si la Corte Suprema es coherente con sus dos últimos fallos en la materia, debería rechazar los nuevos amparos,»casi» integrles, que están cocinándose en primera instancia. Es decir que si se respeta la lógica de los dos significativos fallos de la Corte Suprema (el 15/6/2010 rechazando la suspensión integral de la ley, tras el boicot promovido por el peronismo federal, y el reciente aval a la cautelar de Clarín por el art. 161), entonces las nuevas cautelares nacidas al calor del amparo de Clarín deberían ser rechazadas por el máximo tribunal.
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Suspensión «casi» integral: Gustavo Arballo en «Saber derecho» ya demostró la incongruencia de las cautelares «generales», como la impulsada por el diputado nacional Enrique Thomas y avalada por la Cámara Federal de Mendoza a principios de año. Las nuevas cautelares son más cautelosas, ya que suspenden varios artículos, la espina dorsal de la ley, pero sólo en relación a los solicitantes y no para toda la sociedad. Es un atajo con tufillo a engaño: la suspensión «casi» integral vulnera el principio de razonabillidad reiterado en sus sentencias por la Corte y por la tradición del «fumun bonis iuris» (olor a buen derecho), ya que su vigencia y extensión en el tiempo implicará en los hechos la restauración de un marco normativo (previo) que es obsoleto, que no tuvo intervención parlamentaria y cuyas raíces son autoritarias. Pero además…
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Si el Estado aplicara el marco normativo previo a los beneficiados por las nuevas cautelares de suspensión «casi» integral, en algunos casos avanzaría sobre los bienes jurídicos presuntamente protegidos por la naturaleza misma de las cautelares de manera mucho más drástica que si aplicara la nueva ley. Por ejemplo: la Ley de la Dictadura prohibía el funcionamiento en cadena de la programación producida en Capital Federal hacia el interior del país, mientras que la nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual permite hasta un tope del 30% de la programación.
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La suspensión «casi» integral es muy parecida a la suspensión integral, por lo que el recuerdo de la propia Corte Suprema acerca de la plena vigencia de la ley deja de ser «redundante» y pasa a ser el núcleo de este entuerto. La lógica de prevenir que se avance sobre un bien jurídico protegido hasta que exista sentencia definitiva, tenía en el art. 161 algún fundamento a juicio de la Corte. Ese fundamento no es otro que los desaguisados del Poder Ejecutivo, que extendió licencias audiovisuales sine die, autorizó de forma extraordinaria fusiones y mayor concentración de mercado, garantizando posiciones dominantes, detuvo toda posibilidad de concurrencia en mercados con potencial, como televisión por cable en el AMBA (ver nota de Rodolfo Barros en Perfil), dispuso exenciones impositivas, condonó (y continúa condonando) deudas previsionales, fiscales y multas, entre otros. Pero ese fundamento no se aplica al resto de la ley que la propia Corte Suprema reivindica vigente, a menos que invalide la facultad del Congreso para sancionar leyes de radiodifusión.
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Los abogados del gobierno no deberían esta vez fracasar en su misión de demostrar por qué el interés público, representado por el Estado, es afectado seriamente con la suspensión «casi» integral de la ley. Fracasaron (aunque Horacio Verbitsky cuestionaría el verbo «fracasar» en el caso del procurador del Tesoro Joaquín Da Rocha) al no fundamentar legalmente la consigna coreada por el propio gobierno en los últimos dos meses, a saber: que el art. 161 constituía el corazón de la Ley y que ésta quedaba inerte si el artículo no se aplicaba. Esta obsesión gubernamental con el 161, mezcla de torpeza política y ausencia de valoración de los 164 artículos restantes de la nueva norma sobre medios audiovisuales, en el fondo expresó la dificultad del gobierno para aplicar medidas anticoncentración eficaces de mediano plazo (sobre el tema: entrevistas con Gerardo Fernández en Tirando al Medio y con Adriana Amado y Gabriel Levinas en No Hacemos Falta).
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Si estas consideraciones fuesen equívocas y la Justicia avalara mediante cautelares suspensiones «casi» integrales de la ley, se presenta el absurdo escenario de la restauración de una parte fundamental de la Ley de la Dictadura y modificatorias (que es el único «plan B» esbozado por quienes boicotearon el debate y ahora la implementación de la nueva ley de medios). Ante este escenario, modestamente se reitera la propuesta enunciada en «Limbo normativo, dislate político«, a saber: que el Poder Ejecutivo derogue todos los decretos-ley de radiodifusión y sus modificatorias realizadas vía decreto, y que reponga, obviamente por decreto y de modo «cautelar», es decir, hasta que el fondo de la cuestión de las cautelares sea resuelto por el Poder Judicial, el articulado pertinente de la Ley de Radiodifusión de 1953, la única norma previa a 2009 que cuenta con legalidad y legitimidad constitucional.
En definitiva, a un año de su sanción por el Congreso la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual sufre el martirio del «litigio multinivel» que había previsto Gustavo Arballo en («tal y como pasaría con cualquier Ley que quiera reorganizar y pluralizar una actividad compleja configurada en el molde de una regulación preexistente obsoleta y -a la luz de los hechos- muy complaciente con prácticas concentratorias y predatorias«). Pero a este martirio contribuyen, de modo desigual, varios actores:
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la voracidad de los grupos concentrados que, visto el traspié gubernamental en con la cautelar por el art. 161, ahora intentan bloquear «casi» toda la ley, confirmando que no es un artículo el que los incomoda, sino la existencia misma de una ley. La virulenta reacción de los grandes empresarios de medios contra los proyectos de ley Alfonsín (COCODE, 1987), de Menem (1995) y de De la Rúa (2001) revela pues que el establecimiento de reglas de juego es lo intolerable para grupos que se acostumbraron, gracias a los favores conseguidos por todos los gobiernos desde 1974 y hasta 2008 (y en algunos casos, 2010), a percibir su interés corporativo como interés general.
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el boicot a integrar los espacios republicanos de control del ejercicio de la administración en áreas clave como la Comisión Bicameral, el Directorio de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual y el Directorio de Radio y Televisión Argentina Sociedad del Estado por parte de la oposición de «derecha» y «centroderecha» (a propósito, José Crettaz especula sobre esta decisión en su blog)
- el autismo del gobierno que, replegado sobre sí mismo, responde simétricamente la nula vocación republicana de la oposición de «derecha» y «centroderecha» que debe por ley controlar la acción gubernamental en la Comisión Bicameral y en los órganos directivos de aplicación de la ley y de los medios de gestión estatal. Así, el gobierno se expidió a sí mismo licencia de corso designando a funcionarios con nula trayectoria en estas lides como máximas autoridades para defender la aplicación de la ley, con los resultados ya a la vista (sobresalen los nombramientos del actual gobernador de Chaco, Jorge Capitanich y del ex diputado Manuel Baladrón, en la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual, pero hay otros casos), promociona como estrambótica virtud el uso propagandístico de espacios centrales de los medios de gestión estatal (a contramano del principio 12 de los 21 puntos de la Coalición para una Radiodifusión Democrática), y se resiste a brindar información sobre el destino de los fondos públicos que inyecta en el sistema de medios del gobierno y también en los privados (incluso en los que lo denostan).
El comportamiento de estos actores tiene, a pesar de su retórica cismática, una cualidad común: el patrimonialismo. Considerado como tendencia de un grupo a considerar y administrar los bienes públicos como propios, el patrimonialismo consiste en la dilución de la frontera entre la «cosa privada» y la «cosa pública». Pero la voracidad de los grupos privados, el vacío republicano de la oposición de «derecha» y «centroderecha» y la ausencia de sentido público en la acción gubernamental son afluentes de un modelo de patrimonialismo que expresa la confusión entre el interés público y el de una parte (política o económica) y en el que las fronteras entre ambas dimensiones se tornan difusas (cuando no inexistentes).
Además, el escenario de justificación de cualquier método que estos actores consideran funcional a sus intereses, con tal de aniquilar al otro, viene demostrando no solamente su escasa versatilidad política (ya reseñada por Washington Uranga, y también en «Editor (ir)responsable«) sino una ineficacia para obtener los resultados esperados por ellos mismos.
Así como la ley de medios audiovisuales es emergente de condiciones de maduración de ciertas capacidades, tras 26 años de régimen constitucional, sus restricciones también expresan la complejidad de los intereses en la que anida esa maduración. Con todo, el debate social, de carácter inédito, es indicador de que en la Argentina la regulación de los medios, sus reglas de juego y los premios y castigos discrecionales que derivaron en un sistema hiperconcentrado, centralizado, dependiente de periódicos socorros estatales (¿qué otra cosa fue la «ley de preservación de bienes culturales» de 2003?) y carente de medios públicos, «salió ya del placard». El debate público es un saldo de inestimable valor para que las condiciones de funcionamiento de los medios no puedan retroceder a los niveles previos a la sanción de la ley de medios audiovisuales.