Por Claudia Rafael.
Amoríos, negocios y amantazgos célebres. Historias de dinero o de sexo en donde dioses paganos señalan y bajan luego su pulgar como en una escena de la arena romana. La muerte enraizada en una historia personal de odio suele demasiadas veces tener a sus pies los servicios y pleitesía de las instituciones. Allí donde la vida privada y la pública se transforman macabramente en una.
Emilio Eduardo Massera fue amo y señor en tierra arrasada. Y mostró al mundo entero cómo era posible abrir cada una de las herramientas del despotismo del Estado y ponerlas a trabajar aceitadamente a su beneficio. Sea cual fuere ese beneficio. Massera ofreció un compendio perfecto de ese cóctel fatal cuando en Semana Santa del 77 hizo llamar al empresario Fernando Branca, segundo marido de su amante, para que fuera a las islas del Tigre para mostrarle luego cómo le bajaba su pulgar después de haber compartido incontables negocios millonarios. Con los poderosos no se juega, pensó mientras marcaba con una línea roja el límite que jamás debería ser atravesado sin la venia oficial y suya personal.
Durante los últimos años, la Correpi (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional) contabilizó que «el 8 por ciento de los casos corresponde a situaciones intrafuerza o intrafamiliares, en los que el policía, gendarme, prefecto o servicio penitenciario actúa como tal, y convierte un hecho de violencia privada en uno estatal».
Cuando hace apenas unos días se conoció la macabra historia que terminó con la vida de Fabián Gorosito se desnudó esa mezcla a la perfección. Su muerte habla de una carrera fatal, de tormentos típicos de los manipuladores de la violencia pero también de cómo puede armarse una causa penal para tapar todo o para excusar su actuación.
Siete policías y varios más bajo sospecha quedaron imputados por secuestrar, torturar y asesinar a Fabián, con sus 22 años arrasadores de vida y de sueño. Intentaron cargarle sobre su mochila un robo y una violación. Después hablaron de una intoxicación. Nadie imaginaba aún cuánta perversidad puede esconder el poder que se traviste de entera comisaría, en este caso, la sexta de Merlo.
Fabián trabajaba en el frigorífico cercano a la estación Agustín Ferrari, la anterior a Mariano Acosta. Su papá, Carlos, reconstruiría luego que «el 14 de agosto Fabián salió a bailar con unos amigos. Iban a un boliche nuevo que creo que se estrenaba esa noche, en Marcos Paz. El lugar de reunión fue la puerta de la iglesia José Obrero. Es en el barrio Paraíso, es un barrio tranquilo».
Pero esa vez llegó la policía y los pibes -contó Carlos Gorosito- «les tienen miedo. Siempre detienen pibes y les pegan porque sí y entonces si ven policías corren. Lo que hizo mal mi hijo fue correr al descampado».
Bastarían unas cuantas horas para que los vecinos que viven cerca de la estación avisaran a los padres que había un cuerpo en un descampado. Que podía ser su muchacho. Que fueran a ver. Que la vida se acaba en un instante. Que los sueños se suelen romper, demasiadas veces, en un chasquido del terror. Que quién puede imaginar (¿cómo es posible?) que los vio venir. Que lo corrieron. Que quiso escapar. Que lo atormentaron. Que le presionaron la cabeza y le aplastaron el rostro contra la tierra hasta la asfixia. Que no hubo un mínimo vientecito que le llevara aire a sus pulmones porque como Massera, le habían bajado el pulgar cuando supieron que Fabián tenía una historia de amores ocultos con la pareja de uno de ellos. Y hay líneas demarcadas con el rojo intenso de la sangre que no deberán ser traspasadas jamás.
Durante todo 2009 hubo -según la Correpi- 252 homicidios por integrantes de diferentes fuerzas de seguridad del país. El mayor número desde los últimos catorce años. El 42 por ciento, es decir, 105, ocurrieron en la provincia de Buenos Aires. Y hubo puntualmente 20, teniendo en cuenta el 8 por ciento habitual, de muertes ocurridas en ese coctel de violencia nacida para la resolución de pugnas privadas. Esas a los que ya 41 años atrás, Rodolfo Walsh definía como «conflictos personales y pequeños incidentes cotidianos que los policías suelen resolver por la vía del arma reglamentaria».
Se llamaba Fabián Gorosito. Tenía 22 años. Era obrero. Tal vez estaba enamorado o quizás simplemente jugaba al juego del amor prohibido. Y apostó su vida entera a los labios encendidos y al fuego fatal que los manejadores de los hilos no perdonan y condenan con los latigazos de la muerte.