Por Adrián Pietryszyn
Si nos permitimos entonces considerar ‘de izquierda’ al progresismo, aunque lo diferenciemos de la izquierda más radical, como es el trotskismo, nos queda preguntarnos cuál es la diferencia entre el progresismo y el socialismo.
El concepto de progresismo en la República Argentina es tan laxo que permite que bajo su paraguas se agrupen experiencias políticas tanto similares como diferentes, e incluso antagónicas. Por un lado, el gobierno nacional se autodefine como progresista. Por otro, existe un arco opositor conformado por diversas fuerzas políticas críticas del gobierno desde una perspectiva más cercana a la izquierda, y que la opinión pública considera como progresismo o centroizquierda.
Una pregunta lógica para resolver este dilema sería qué es el progresismo. Si podemos arribar a una definición concreta y analizamos si los términos que la componen se adecuan más o menos a una u otra experiencia política, podríamos con alguna certeza señalar qué es y qué no es progresismo. Pero tal vez esa no sea la idea de este artículo. Más bien pretendemos meternos en el propio barro del concepto y revelar contradicciones que él mismo contenga, más allá de los actores políticos que lo toman como propio. En otros términos, cuál es la esencia que permite tantas apariencias.
En este país, la aparición del concepto está vinculada a la experiencia del Frente Grande, una propuesta pluralista por fuera de las estructuras políticas tradicionales, que no incluyó en su seno a la izquierda más radicalizada. Como señala Eduardo Jozami en Final sin gloria, precisamente porque la apelación al progresismo constituía la más amplia de las convocatorias a todos aquellos que quisieran caminar en el sentido de la Historia, es que no podía identificarse con propuestas políticas definidas. Y menos aun con soluciones radicales que hubieran convertido a los progresistas en revolucionarios, dice Jozami. ¿Cuál es entonces el sentido que adquiere el concepto de progresismo en el país? Para este autor, se asocia a la acción de los movimientos sociales y una pluralidad de demandas en defensa de las minorías, del medioambiente, de los derechos civiles y la no discriminación, de la vivienda y la salud. Deberíamos agregar a la educación dentro de este listado, y el rol del Estado como actor fundamental para llevar a cabo estas mejoras.
Ahora bien, para continuar debemos reflexionar por qué la opinión pública asocia el concepto de progresismo a la noción de centroizquierda. Dentro del abanico de concepciones políticas que se ofrece desde la ultraizquierda hasta la ultraderecha, el progresismo tiene como característica distintiva el horizonte de mejoras sociales sin la transformación del sistema. Es decir, su esencia lo aleja de la derecha, pero sus propios límites respecto a un objetivo revolucionario, lo dejan en el zaguán de la divina izquierda.
Sin embargo, el siempre lúcido Norberto Bobbio en su libro Derecha e izquierda: razones y significados de una distinción política, nos decía que en última instancia lo que distingue a la izquierda de la derecha es la preocupación por la igualdad. O sea que una experiencia progresista que avance, por ejemplo, en la redistribución de la riqueza, en la inclusión social, y en otras formas de disminución de la desigualdad social, puede ser considerado de izquierda de acuerdo a esta noción, a nuestro entender sumamente adecuada para una lectura conceptual de la actualidad.
Si nos permitimos entonces considerar «de izquierda» al progresismo, aunque lo diferenciemos claramente de la izquierda más radical, como es el trotskismo, nos queda preguntarnos cuál es la diferencia entre el progresismo y el socialismo. Conceptualmente la diferencia es evidente. En el Diccionario de Ciencia Política de Bobbio, Matteucci y Pasquino, la primera acepción refiere que en líneas generales el socialismo se ha definido históricamente como el programa político de las clases trabajadoras que se ha formado en el transcurso de la Revolución Industrial. Por supuesto que a través del tiempo, el concepto se ha vuelto mucho más amplio, pero en principio, la base social que le da vida al socialismo es sustancialmente diferente a la del progresismo.
Sin embargo, hoy en día, con las transformaciones que ha sufrido (o más bien se ha dado) el capitalismo y las miles de variables que atraviesan la política y que mutan constantemente, el resultado es bastante confuso. En la Argentina actual, los partidos socialistas suelen definirse como progresistas. Nos preguntamos si esto quiere decir que ya no representan a las clases trabajadoras, que han desistido de sus pretensiones revolucionarias o que simplemente se han aggiornado a los tiempos que corren.
Hay una explicación histórica a este cambio del sujeto social que encarna el socialismo y en nuestra región tiene que ver con el surgimiento del populismo. Según el mencionado diccionario, al populismo no le corresponde una elaboración teórica orgánica y sistemática. Ordinariamente, el populismo está más latente que explícito en el plano teórico.
El propio nombre de populismo evoca al pueblo como sujeto colectivo, pero es impensable sin un fuerte liderazgo político. Por mencionar algunos, Cárdenas en México o Vargas en Brasil han sido claros exponentes. Pero en la Argentina fue Juan Domingo Perón el que dio vida a una experiencia de estas características. El sujeto pueblo, conformado por una gran mayoría trabajadora, protagonizó una gran transformación social bajo el ala de Perón, y el socialismo quedó relegado a la representación de clases medias ilustradas e intelectuales, pero ya no de los trabajadores como clase. De esta manera, ilustres socialistas como Alfredo Palacios o Alicia Moreau de Justo pasaron a ser considerados «gorilas» por los sectores peronistas.
Luego de la caída del Muro de Berlín, el socialismo quedó estigmatizado como una idea irrealizable, o inapropiado como realización de una sociedad justa.
Por el contrario, muy bien visto por muchos sectores sociales, el progresismo goza de respeto público e incluso numerosos burgueses lavan sus culpas en las aguas cálidas del ser «progre». Es comprensible entonces que el socialismo, para deshacerse del estigma, pero también para diferenciarse del peronismo, se vistiera de progresista.
Por otro lado, sin miedo a pecar de baladí, pareciera que el socialismo ha pasado de moda. Socialismo es Cuba y, tristemente, nadie quiere ser Cuba.
Por eso, el gobierno se autoproclama progresista, los socialistas se dicen progresistas y la centroizquierda se llama progresista. Pero en definitiva, será progresista sólo aquel que tenga la capacidad de avanzar sobre la desigualdad social. Decimos adrede «avanzar», y no «acabar con la desigualdad», porque qué otra cosa puede ser una sociedad sin desigualdad, sino socialista. Quedará observar en el caso argentino, si algunas medidas de carácter progresista, si la sanción de algunas leyes de misma índole, son suficientes para considerar al gobierno progresista, o si pesan más aun las desigualdades vigentes.
Por ahora, podemos mirar hacia afuera con expectativa, a otras experiencias latinoamericanas, como la de Chávez, la de Correa, la de Evo, paradójicamente, las experiencias de aquellos que, aun con cautela, (excepto Chávez que lo hace deliberadamente) llevan como bandera el socialismo.