Por Ernesto Semán
A fines de junio de 1985, alguien había escrito con aerosol negro sobre una pared blanca de la calle Yerbal: «El 9 de julio, desfile Sadat». Eran pocos los que podían entender el mensaje en Caballito, o en Buenos Aires. Cuatro años antes, el presidente egipcio Anuar El Sadat había sido asesinado cuando la guardia que pasaba delante de él se dio vuelta y abrió fuego contra el palco oficial durante el desfile patrio. Al lado de Sadat estaba el vicepresidente Hosni Mubarak, que salió del atentado con heridas en las manos y los brazos, algo sospechado de complicidad con el magnicidio, protegido por los Estados Unidos, y directo a ocupar la presidencia de Egipto, en la que hoy hace malabarismo para retenerla.
Hoy la pintada porteña no aparece ni en Google. Se les atribuyó entonces a los servicios de inteligencia, insinuando un atentado contra Raúl Alfonsín durante el siguiente desfile del 9 de Julio. Quien haya sido, se había tomado en serio al presidente radical, lo suficiente como para proponer su asesinato, y como para ubicarlo en el grupo de los líderes tercermundistas de Nasser o Sadat, un linaje que desde el ’45 sólo le correspondía localmente a Perón.
El paso darwiniano de la República Arabe de Egipto, de simbolizar la amenaza de un nacionalismo progresista arrasador a montar uno de los aparatos represivos más formidables del mundo en desarrollo, registra varios cambios radicales y otras tantas continuidades. Entre estas últimas, la buena relación con los Estados Unidos es una de las más llamativas, y ayuda a explicar, si no su duración desde 1952, al menos parte de su política doméstica.
Barack Obama hizo ayer un esperable llamado a defender la libertad de expresión de los egipcios, concepto quizá vago (pero no menos poderoso) para el egipcio medio, en un país que tuvo tres presidentes en los últimos sesenta años y cuya identidad moderna está atada, justamente, a la represión de las fuerzas islámicas. El presidente norteamericano recordó alguna conversación con Mubarak en la que le dijo, como una letanía, lo bueno que sería introducir reformas tendientes hacia una apertura política. «Egipto es un aliado nuestro de gran importancia, pero yo siempre le dije (a Mubarak) que las reformas eran de una urgencia absolutamente crítica», contó Obama. Lo mismo salió de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, para quien Mubarak ahora tenía que autorizar las protestas pacíficas, y que estaba «profundamente preocupada por la violencia de las fuerzas de seguridad».
La violencia de las fuerzas de seguridad egipcias es legendaria, y Estados Unidos ha dependido en gran medida de ella para la represión del radicalismo islámico en la región, de ahí la fuerza de Mubarak en su relación con Obama. Y de ahí los 1500 millones de dólares que el país recibe de Estados Unidos cada doce meses. Y de ahí, por caso, que El Cairo haya sido un centro privilegiado de los programas de rendición extraordinaria, coordinados por la CIA luego de los atentados de 2001, por el cual detenidos ilegalmente de todo el mundo eran transportados a Egipto, pasaje aéreo incluido, donde podían ser sometidos a torturas e interrogatorios extrajudiciales en las cercanías de las pirámides.
No es algo que se le pueda reclamar a Estados Unidos en particular. El entusiasmo de los países árabes con la represión a las organizaciones islámicas es como su denominación de origen, y ha sido apoyado en distintos momentos por la Unión Soviética o Europa y hasta forma parte del imaginario modernizador del mundo árabe junto con las autopistas represas hidroeléctricas. Pero como le tocó a él, hoy es poco el margen que tiene Obama para impulsar reformas sin dispararse en el dedo. Con protestas distintas pero contagiosas desarrollándose en vivo y en directo en Túnez, Yemen, Líbano y Jordania, lo que Estados Unidos necesita en la región con más urgencia son estados aliados, no estados democráticos. La apuesta de Obama, en todo caso, es saber hasta qué punto una sucesión de nuevos regímenes puede cumplir ese rol con más eficacia que algunos de sus baqueteados socios. Los medios se esforzaban anoche por leer las protestas en clave de «caída de Muro de Berlín»: regímenes laicos pero creyentes en la modernización, con partido único e importante represión. Aun si es cierto, la salida inmediata es menos clara que la que caracterizó a la Europa del Este en los ’90. En la melange de espontaneidad y conspiración que las moviliza, Estados Unidos tiene hoy mucho para ganar, si las reformas o los nuevos gobiernos quedan en manos de aliados reales o potenciales. Pero mucho más para perder, si las décadas de represión al islamismo radical sólo han logrado poner a sus líderes en línea sucesoria directa con sus victimarios.
Por lo pronto, Mubarak no se preocupó por mostrar docilidad con la Casa Blanca y puso como vicepresidente a Omar Suleiman, el jefe de los servicios de inteligencia y encargado en Egipto de los programas de rendición extraordinaria, bajo el razonamiento de que cualquier cosa menos que eso sería visto como una señal de debilidad. Lo cual, a su modo, no hace las cosas más fáciles para cualquiera que quiera digitar el mito de una «transición ordenada».
En el corto plazo, el Departamento de Estado insistía en buscar fórmulas regionales de pacificación, incluyendo sobre todo las eternas negociaciones con Israel para mejorar la relación con sus vecinos. Los recursos de Estados Unidos para influir en el proceso político inmediato son infinitos, pero al mismo tiempo no le garantizan nada, del mismo modo que el rechazo a la política norteamericana galvaniza las protestas, pero un cambio en la misma no le proveerá la pacificación. No hace falta ser agente de la CIA para saber que no es tan así. Basta con dos materias del CBC para saber que correlación no significa causación, y que si bien todas las protestas tienen el común denominador de erosionar a los aliados norteamericanos en la región, los estados árabes ya han construido sobre esa base su propia existencia, y en gran parte su destino se juega al igual que en cualquier otro lado, en las calles de El Cairo