Un país bueno para usar y tirar
Martes 3 de mayo de 2011
por Gabriel Puricelli
La admisión abierta de parte de los EE.UU. de que no advirtió al gobierno de Pakistán de la decisión de arreglar cuentas por mano propia con el terrorista Osama Bin Laden es un síntoma de dos fenómenos que describen la situación actual de ese país. En primer lugar, demuestra una vez más que el estado cuyo vértice formal reside en Islamabad (a menos distancia del lugar donde se dio muerte al millonario saudita que la que hay entre Buenos Aires y Chascomús) no es capaz de ejercer de manera eficaz su soberanía sobre todo su territorio. Desde ya, esto lo demuestran todos los días las múltiples acciones en territorio pakistaní de las fuerzas militares estadounidenses y de las milicias tribales de los talibanes: el escenario bélico que Washington ha denominado con inspiración hollywoodense Af-Pak es un territorio superpuesto con el de dos estados cuya soberanía es realidad sólo en los papeles.
En segundo lugar, ignorar a las autoridades encabezadas por Asif Alí Zardari es otro modo de hacerles saber con iguales elocuencia y desprecio, que Pakistán no está ya más situado en el lado «correcto» de las cosas, como lo estuvo durante la Guerra Fría. La ISI (Inteligencia Inter-Servicios) cuya tortura temen tantos pakistaníes, es una criatura estatal que ha adquirido la misma vida propia que los múltiples actores que EE.UU. armó en Afganistán para dar la batalla final de su enfrentamiento con la Unión Soviética. A Islamabad le toca presenciar cómo se consolidan los lazos entre EE.UU. y la India, siguiendo la letra del pacto nuclear incialado con Nueva Delhi bajo la presidencia de George W. Bush.
Se parecen, Bin Laden y el último país donde halló cobijo: están en la misma lista de rezagos. Claro que uno era un hombre, mientras que el otro es un país de 170 millones de habitantes cuyos líderes atesoran el juguete atómico que Washington les permitió poseer.