“Es que no somos ángeles, somos brujas”, se suma Nina Brugo, que no puede esperar su turno para poner en orden la reivindicación de las brujildas o de las diferencias más políticamente correctas. Ella es parte de la comisión directiva y de la conducción del partido Buenos Aires para Todos (del FAP). Pero se define como una sobreviviente de la dictadura. Por eso, no pretende homogeneidad sino convivencia en la diferencia. “Se dieron contradicciones pero eso es positivo para un feminismo que luche por una sociedad mejor”, valoriza.
La Escuela de Capacitación Sociopolítica de Género juntó el saber de muchas feministas académicas para llegar a mujeres de actividad barrial, pueblos originarios, jóvenes, migrantes, sobrevivientes de la dictadura y, específicamente, a líderes de sectores populares. La idea de capacitar a aquellas que no pudieron estudiar o que necesitaban más formación para replicar en su militancia y vida personal tiene su primer grupo de egresadas con un título formal a través de un convenio con la UBA. Buscan respaldo y van por más.
“En la Amazonia era privilegio de pocas estudiar. Yo no tuve la oportunidad de seguir después de la secundaria. Era muy difícil llegar a la universidad”, relata Nazarét de Castro Soares, que de la selva brasileña llegó a la Argentina y acá es una de las flamantes graduadas universitarias en género. Su historia no es la única.
Una de ellas nació en La Matanza. Otra en Brasil y otra en Bolivia. Una y más de una militaron en los setenta. Dos se casaron. Una fue candidata a intendenta del conurbano. Una estudió psicología y otra abogacía. Todas son militantes feministas, pero les faltaba el acceso a una teoría feminista, a las herramientas de un saber complejo y que tiene toda una historia.
Por eso, Dinora Gebennini, Susana Gamba, Ana González, Mabel Gabarra, Nina Brugo (que además donó el espacio de su estudio para vislumbrar las clases) formaron el consejo directivo de la Escuela de Capacitación Sociopolítica de Género, por el que pasaron ya más de cien alumnas. El proyecto estuvo dirigido, especialmente, a capacitar a mujeres de sectores populares y otorgando un diploma –de especialización en técnica en promoción sociopolítica de género– a través de la Secretaría de Extensión de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
En ese marco de educación popular, con perspectiva intercultural, estuvieron remando todas, incluida Zuni Roldán, que tiene 80 años y fue colaboradora o alma mater de la organización. El proyecto tuvo el respaldo de un amplio arco del feminismo. La directora académica fue Dora Barrancos, una maestra clave para convertir las buenas intenciones en una cosa seria. El consejo asesor estuvo coordinado por Blanca Ibarlucía y conformado por Olga Hammar, Dolores Fenoy, Monique Altschul, María Elena Naddeo, entre muchas otras. También tuvo el respaldo profesional de Eva Giberti, Nelly Minyersky, Mónica Tarducci (que además fue docente), Irene Meler y Mabel Burin.
Las clases se dictaron los sábados en la sede del CBC de Barracas con la intención de ligar a sindicalistas, feministas, mujeres de pueblos originarios sin tantas lecturas pero con mucho que enseñar y también formarse para poder replicar la perspectiva de género en sus comunidades. La mayoría de las alumnas fueron becadas a pesar de que la cuota más alta era de una suma que no superaba los 130 pesos y que sólo abonó el 10 por ciento de las alumnas. Sin embargo, el único apoyo que recibieron –entre los muchos que buscaron– vino de ONU Mujer –para la parte inicial– y de Nelly Minyersky, Dolores Fenoy y Laura García Tuñón, que le pagaron los estudios a una alumna cada una. Todas las docentes trabajaron gratis. Y muchas de las organizadoras pusieron plata de su bolsillo para que la iniciativa terminara con una camada de egresadas.
Todas quisieron unir el saber popular con el saber académico. Y este año se festejó la primera camada de egresadas. Ahora, el proyecto se encuentra en una impasse, para tomar fuerzas y sumar respaldos. No hay estudiantes en el 2012, porque este año lo van a dedicar a buscar ayudas para la organización y las becas. En el 2013 otra nueva camada volverá a estudiar. Pero la historia de esta historia empieza con la marca de una generación setentista. “Las que iniciamos esta experiencia fuimos compañeras en la década del 70 y quisimos sintetizar lo teórico con lo práctico en un feminismo latinoamericano, popular y pluralista”, sintetiza la antropóloga Ana González, integrante de la comisión directiva y de la Red de Mujeres de Zona Sur.
La presidenta de la Fundación Agenda de las Mujeres, Susana Gamba, es una de las organizadoras de la escuela. Ella logra tomar y dar la palabra y, a su turno, en una entrevista masiva de Las/12, con quince integrantes que ocuparon distintos lugares en la experiencia, retoma el lazo de sus propias historias: “Dos años antes de empezar con la escuela nos pusimos a trabajar y decidimos retomar la corriente 8 de Marzo, que surge a fines de los ’80 en los Encuentros Nacionales de Mujeres, que era una corriente nacional en donde confluíamos diferentes compañeras”.
Pero de tantas ganas de hablar y tantas que hablan Susana pierde la letra. Ahí es donde el humor mete la lengua y afianza la confianza.
–Así fue como perdiste la virginidad –le dicen. Y todas comparten la risa.
Pero ella retoma la voz de dar más saber a las voces de los barrios: “La idea fue una escuela destinada a líderes sociales que no hubieran tenido formación académica con un cupo de universitarias que no pasara del treinta por ciento. Queríamos hacer educación popular y no un posgrado académico. Las mujeres que pueden reproducir esta experiencia son de sectores populares”.
Un balde de agua caliente
“Conocí más a mi país desde el punto de vista de las oprimidas”, rescata sobre el punto de vista latinoamericano de la Escuela de Capacitación Sociopolítica de Género Nazarét de Castro Soares, que vive hace once años en La Matanza y fue una militante cristiana (“donde si decías que eras feminista te quitaban la palabra”, subraya), del Partido de los Trabajadores (PT) y de la Pastoral de la Mujer. Ella no les teme a las dificultades. Sólo hace falta contar que pisó suelo argentino en el 2001 justo cuando se iban todos. Pero tenía sus resquemores con el feminismo o con algunas feministas que más que atraer la expulsaban. Sin embargo, tal vez por la perspectiva de la inclusión, ella hoy se considera feminista. “Pero considero que hay que enamorar, por eso hay que ir de a poquito”, dice con su remera violeta y su collar con semillas de colores que se agitan como si sambara. Con los pies apenas levantados del piso, apenas apoyados, pero haciendo un terremoto con el cuerpo y desde el cuerpo. Una visión danzada de la igualdad a partir de la diferencia. Una visión en donde se puede danzar conjuntamente. Su fe también es otra muestra de pluralidad. Ni ella dejó de creer, ni creer le cegó la vista a la inequidad. “Por ser cristianas no estamos en contra de la despenalización del aborto”, remarca.
Nelly Borquez, igual que Nazarét, es militante cristiana e integra la Red de Mujeres de La Matanza. También fue coordinadora de talleres de la Escuela de Capacitación. Rescata el valor de las mujeres que pisan la vereda y la tierra siempre que es necesario. “El gran crecimiento de los Encuentros Nacionales de Mujeres se debe a los sectores populares que también queríamos bañarnos con agua caliente y tener asfalto”, remarca. La política tiene que ver con la vida cotidiana y la vida cotidiana es política. Y sin agua caliente la teoría se evapora por ineficaz, pero sin teoría la lucha por el agua caliente también es más ardua. “Las feministas tenían la teoría y nosotras las prácticas. Las organizaciones de base necesitaban formación y las feministas un baño de realidad”, resume Nelly. Sin embargo, era mala palabra en sus barrios porque era sinónimo de lesbianas, abortistas y anti hombres, que también eran malas palabras. Pero, en el 2000, se autonombraron. “Eramos más feministas de lo que creíamos”, reflexiona.
Daniela Godoy, en cambio, era una de las pocas estudiantes que ya había estudiado en Filosofía y Letras de la UBA. Pero ella diferencia: “No se puede comparar con la facultad, allá hay más egoísmo”. Pero también devela como militante del Frente de Mujeres K: “Muchas discutimos, nos enojamos y tuvimos que aprender a manejar las diferencias. Hubo mucha tensión en los momentos políticos pero todas queremos que este espacio siga”. “Es que no somos ángeles, somos brujas”, se suma Nina Brugo, que no puede esperar su turno para poner en orden la reivindicación de las brujildas o de las diferencias más políticamente correctas. Ella es parte de la comisión directiva y de la conducción del partido Buenos Aires para Todos (del FAP). Pero se define como una sobreviviente de la dictadura. Por eso, no pretende homogeneidad sino convivencia en la diferencia. “Se dieron contradicciones pero eso es positivo para un feminismo que luche por una sociedad mejor”, valoriza.
Zulema Montero es abogada, militante de derechos humanos y representante de la Asociación Civil “Ayudémonos” de la comunidad boliviana en Argentina. Ella también estudió. Pero estudiar derecho fue el principio de su lucha. “Desde que fui niña vi el machismo y el sistema neoliberal en Bolivia, pero siempre para las mujeres y los niños era peor. Mi padre no era tan rico, pero trabajaba en el Registro Civil y por eso se hacía llamar doctor y maltrataba a la gente”, retrata. “Hija, ¿cómo vas a ser abogada?”, le dijo a Zulema a su papá, obstinado en que estudiara auditoría, un trámite rápido antes de casarse y tener hijos. “Yo no podía estudiar derecho por ser mujer”, recuerda la prohibición, pero se recibió de abogada a los 23 años y llegó a ser jueza. Reconoce que fue por casualidad. Ser mujer le sirvió porque suponían que, a diferencia de otros magistrados, ella no iba a tomar en el pueblo de San Lucas, departamento de Chuquisaca, donde se produce el vino boliviano. “Toda mi vida estuvo relacionada con cuestiones de género. Pero con la Escuela de Capacitación recién me di cuenta. Allí, cuando fui jueza, había muchas violaciones que nadie perseguía hasta que llegué yo”, dice y recuerda que cuando ya sentía que había podido ser lo que quería, su marido se recibió de médico y volvió a querer decidir por ella que dejara de ser jueza y se dedicara a su casa y a los tres hijos que ya tenía. “Eso me chocó mucho. Me sentí muy mal de ser sólo ama de casa”, hilvana en un relato que es personal, singular, colectivo y político.
“Yo dije: esto no acaba, e hice un estudio rústico en mi casa. No recibía un peso de ganancia sino arroz y fideos, pero trabajaba igual”, se enorgullece. A Buenos Aires llegó hace diez años. Su marido no sólo quiso robarle su profesión, también le robó a su hijo. Y ella vino para recuperarlo. “Mi vida siempre fue así: sin darme cuenta estuve buscando la igualdad de derechos de la mujer, trabajando en nuestra visibilización”, dice.
Isabel Burgos nació en Chile. Es psicóloga y fue coordinadora y docente. Se define como feminista pero parte de un feminismo latinoamericano e inclusivo para las migrantes. Las mujeres no nos callamos cuando nos juntamos. El bullicio es parte de nuestra sonoridad. Pero Silvia Noguera introduce otra palabra: sororidad (hermanarse como estrategia política). Y esa sororidad es la que se hace oír. “Fue una articulación bellísima reconocer al feminismo como una manera de reflejar necesidades cotidianas y de instalar el feminismo en el campo popular”, rescata ella, que milita en Entramando, de zona sur.
La palabra militancia es la que define la vida de Elsa Mura, autodefinida militante de toda la vida, y toda la vida son setenta y siete años, obrera del vestido o de la metalurgia, pero obrera y detenida tres veces, la última durante un consejo de guerra en 1976. Al machismo le conoce la cara desde que eran valoradas en la lucha diaria pero los sindicalistas las callaban en las asambleas. Ella trabajó en soldar piezas pequeñas, como la gran fuerza de las mujeres que algunos ven diminuta pero es fundamental en cualquier lucha. Igual que muchas, elige el plural para hablar de ella. “Mi generación estuvo atravesada por la lucha contra las dictaduras.” Y del nosotros pasa a hablar de ella. “Perdí toda inocencia en el ’76”, sentencia. Y de ella vuelve al nosotras en un zigzag personal y colectivo que se le concede en una sintaxis sin trabas. “Las mujeres aprendimos a defendernos a nosotras mismas: a enfrentar la burocracia y a la dictadura”, remarca.
Deudas pendientes
También remarca una autocrítica o, más vale, una deuda: “El feminismo se ocupó siempre de los sectores más vulnerables, pero no logró acercarse a ellos”. Por eso, tal vez, igual que los masivos Encuentros de Mujeres –al que ella asistió al primero, en el Centro Cultural General San Martín, de la Ciudad de Buenos Aires, en 1986– la Escuela de Capacitación Sociopolítica de Género sea una propuesta para sacar de la cápsula de las tesis doctorales y llevar a los adoquines o las casitas sin espacio para caminar casi de costado la dignidad de las mujeres que miran de frente.
Elsa misma es parte de la historia argentina. Sin embargo, la lectura de esa historia es una de las fuentes que más revaloriza de esta travesura por el conocimiento. “Creo que rever la historia nacional me hizo ver cosas que se me escapaban. Estábamos tan ocupadas militando que no veíamos la dimensión del cuento chino que fue la historia que nos contaron”, revela en un saber que se multiplicó. Pero que viene de lejos.
“Aprendí mucho en la cárcel por la gran cantidad de docentes –destaca–, pero también en esta escuela por la gran cantidad de herramientas valiosas para enfrentar al patriarcado.”
Pero durante el proceso de la Escuela se abrieron nuevas puertas. Dos alumnas –María Alejandra Beltrán y Viviana Caijao– se casaron durante la cursada y se convirtieron en el primer matrimonio de dos mujeres en Glew (y con todas las chicas atrás María pidió en el juzgado que bajaran el rosario que había en la pared). Todas las acompañaron en una despedida de solteras que se transformó en marcha y, cómo no, en el festejo por la amplitud de derechos. “Nuestro matrimonio fue un acto político”, dice orgullosa, y cuenta que se pelearon contra la Iglesia pero no contra las creyentes que, como cuenta esta nota, eran sus compañeras y no las mujeres de la vereda de enfrente. Dice y define: “Me gusta viajar de todas las maneras, y éste fue un viaje intelectual”.
La más chica de todas es Silvana Scali, de 24 años, aunque no se siente una joven tradicional que posa para Facebook sino una estudiante de Trabajo Social que se crió con una mente abierta y siente que en la facultad falta mucha perspectiva de género. “Se habla mucho de romper las estructuras, pero no de la estructura patriarcal”, delinea.
La experiencia también empoderó a Karolina Bobadilla a presentarse como candidata a intendenta (por Nuevo Encuentro) de José C. Paz después de ser piquetera y dejar de serlo, “porque quedaban relegadas nuestras reivindicaciones y sólo podíamos decidir qué le poníamos al guiso”. Y desentraña la lucha puertas adentro de la política: “Los varones hablan de revolución pero cuando llegan a su casa marcan tarjeta, no hacen la revolución”.
“La escuela generó un sentido de pertenencia muy grande y dio un salto en la idea de una educación para ricos y pobres. El aprendizaje fue un antes y después para todas”, valoriza Elsa Schvartzman, docente e integrante del Foro por los Derechos Reproductivos. Susana Gamba cuenta que no quieren terminar en una camada. Con el prendedor en el pecho del logo multicolor –de la interculturalidad, los pueblos originarios y la diversidad– y la forma de un libro abierto que define a la escuela, ella se esperanza: “La idea es ver cómo se sostiene para relanzarla en el 2013”. El objetivo lo describe la ex alumna María Alejandra Beltrán: “Ahora quiero intentar transformar a otras personas como la escuela me transformó a mí”.
Extraido de “Fem&Pop”, en Sup. Las 12. Página12, 13 de Junio de 2012