Dentro de la clase trabajadora, las mujeres históricamente se han llevado la peor parte. Desde mediados del siglo XX, su incorporación masiva al mercado laboral ha generado muchas modificaciones, pero no han cambiado a la par las relaciones sociales que mantienen diferencias y estereotipos de género. De esta forma, nos encontramos con la doble explotación, con la brecha salarial, con el techo de cristal, con peores condiciones laborales y con el trabajo doméstico no remunerado ni valorizado. Se trata de una estructura social desigual. Se llama patriarcado.
Según datos del INDEC, en el mercado laboral se desempeñan seis de cada diez varones adultos y sólo cuatro de cada diez mujeres. La desocupación afecta más a personas jóvenes y especialmente si son mujeres, ya que la tasa de desocupación para esa franja es cuatro veces mayor que la de los varones adultos.
Además, la informalidad, es decir, el trabajo en negro y precario, afecta más a las mujeres. Ni hablar de la población travesti-trans, de la que ni siquiera hay datos publicados oficialmente.
La desigualdad también se puede medir en cuanto a los puestos jerárquicos: sólo tres de cada diez jefes o directores son mujeres.
Paralelamente, mientras se sigue adjudicando a los varones el mundo de lo público, las principales tareas de las mujeres aparecen en el ámbito de lo privado y lo doméstico. Así, ramas completas relacionadas al cuidado y la reproducción, como el servicio doméstico, la salud y la educación, están feminizadas. Es más: del total de mujeres ocupadas, una de cada seis trabaja en el servicio doméstico, que a la vez es el sector con mayor informalidad y menores salarios.
Cuidados y brecha salarial
Comparando los ingresos del mercado de trabajo, las mujeres ganan, en promedio, un 27% menos que los hombres. En el sector informal la brecha se agranda y alcanza al 36%. Por lo tanto, las mujeres deben trabajar 1 año y 3 meses para obtener lo mismo que ellos en sólo 1 año.
Sin embargo, se intenta justificar esa diferencia por la menor participación de las mujeres en el mercado de trabajo y porque, cuando lo hacen, es por menos horas. Sin embargo, hay que preguntarse en qué se usa, entonces, el tiempo de las mujeres.
El 75% del trabajo doméstico y de cuidados, que no es remunerado, en nuestro país es realizado por las mujeres. Es decir que, mientras no venden su fuerza de trabajo fuera del hogar, trabajan sosteniendo tareas no pagas que permiten la subsistencia de la familia para abastecer al mercado de trabajo.
Otro dato preocupante es la feminización de la pobreza: cuando se analiza la repartición del total de ingresos, en los estratos más bajos la mayoría son mujeres, en tanto que aquello de mayores ingresos están masculinizados.
Aún faltan las licencias
En este marco, también hay un punto que suele perderse de vista a la hora de analizar la incorporación de las mujeres al mercado laboral y sus condiciones: la maternidad. Cuando esas mujeres son madres, los derechos se diluyen. En el sector informal, se arriesgan directamente al despido. En el formal, se encuentran con convenios que no respetan las necesidades básicas de una familia en formación.
La mayoría de los convenios y estatutos, salvo excepciones que pueden contarse con los dedos de las manos, rigen las licencias por maternidad y paternidad con lo que establece la Ley de Contrato de Trabajo. Esta legislación mantiene un espíritu machista desde la propia redacción hasta lo que regula: dos días corridos por nacimiento de hijo/a al hombre trabajador y 90 días a la mujer para “protección de la maternidad”, que deberán dividirse 45 antes del parto y el resto a posteriori. Por lactancia, brinda dos “descansos” de media hora durante un año.
Sin embargo, las necesidades de las mujeres y sus familias ante la llegada de un/a hijo/a son bien distintas y su satisfacción trae, a largo plazo, grandes beneficios para cada criatura en particular y la sociedad en su conjunto. Desde diversos espacios feministas y sindicales se reclama desde hace tiempo la ampliación de las licencias por nacimiento (ya no maternales y paternales) y su equiparación, lo que redundaría en una tendencia a la igualdad de derechos y tareas, tanto hacia adentro del hogar como hacia el mercado de trabajo.