01.03.2009
Por Claudio Lozano*
Hay que terminar con el uso político del conflicto agropecuario para que los argentinos podamos discutir nuestros problemas principales. Tanto el oficialismo como la “oposición consentida” intervienen en este conflicto con el objetivo de mantener y ampliar sus posiciones electorales, antes que para integrar la estrategia agropecuaria a una política popular.
De un lado, el Gobierno se para en una supuesta política nacional que dice confrontar con una supuesta oligarquía agropecuaria, utilizando una visión de mediados del siglo pasado. Del otro, la “oposición consentida” reivindica un supuesto civismo libertador en defensa de las libertades públicas, cuando está claro que tanto en la Argentina como en buena parte del mundo la crisis de representación política puso en cuestión la vieja idea de que el simple mantenimiento del Estado de derecho resuelva el problema de la profundización democrática.
Ambas variantes del sistema político reproducen la centralidad de un conflicto que, más allá de su importancia, opera desplazando los problemas principales que nuestro país debe discutir: el hambre, la pobreza, la desigualdad, la concentración, la devastación de nuestros recursos naturales, los límites del proceso de inversión y el endeudamiento. Temas que se transforman en vitales frente al agotamiento de la fase de crecimiento 2002-07 y el comienzo de un ciclo recesivo agravado por la crisis mundial; temas que atraviesan la trama misma del sector agropecuario y que son desplazados por un debate simplista y absurdo sobre las retenciones.
Con una pobreza intelectual que asusta, en un año hemos pasado de discutir las retenciones –en un contexto de precios internacionales elevadísimos para el agro (resolución 125)– a mantener las retenciones en el centro del debate, pero con precios más bajos y en medio de una sequía que no se conoce desde hace 70 años.
Insistimos –lo dijimos en la discusión de la 125– en que no son las retenciones el tema que hay que debatir. Más aún, entendemos que el Estado argentino debe capturar, para beneficio del conjunto de la sociedad, la “ventaja” (renta) de la que disponemos por tener tierras fértiles y clima adecuado para la producción agropecuaria. Criterio que extendemos al resto de nuestras ventajas (petróleo, gas, minería, pesca, bosques, etc.), frente a las cuales las retenciones son tan sólo uno (y muchas veces no el más eficaz) de los instrumentos posibles de utilizar.
El núcleo del problema que hay que desmontar y en el cual se sostiene la lógica del oficialismo, de la “oposición consentida” y también de la denominada “Mesa de Enlace”, es el planteo de que lo que hay que discutir es el “campo”. El campo, como objeto social de discusión, no existe. Es una verdadera entelequia. Lo que existe es una estructura social agraria heterogénea y contradictoria que incluye diferentes clases, fracciones y capas sociales con intereses diferentes, a menudo enfrentados.
En dicha estructura, y bajo la vigencia de la convertibilidad, se agudizó el proceso de concentración económica en el agro (capital, tierra, producción e ingreso). Proceso en base al cual algunos, en particular la cúpula sectorial, acumularon y crecieron, en tanto más de 100.000 productores se fundieron. Concentración que continuó bajo las nuevas condiciones planteadas por la devaluación y la suba de los precios internacionales.
En este contexto la clave de todos los problemas y la intervención adecuada supone segmentar por producto y tipo de productor las acciones de política pública. La “segmentación” de la carga impositiva (incluidas las retenciones) y del conjunto de las políticas públicas es la única actitud encuadrable en una perspectiva popular.
Sólo priorizando otro sujeto social, integrado por trabajadores rurales, agricultura familiar y pymes agrarias, y articulado por una dinámica activa del Estado, podremos avanzar en un dibujo más democrático de la trama social agraria.
* Diputado nacional, Proyecto Sur