De Leonardo Filippini
El reciente sobreseimiento del ex presidente Fernando de la Rúa por parte de la Cámara Federal porteña por las muertes del 2001 deja un sabor amargo. Tal vez sea porque invita a una mirada en exceso indulgente respecto de los deberes de un funcionario en exceso poderoso. El presidente pudo dictar el estado de sitio, constatar cómo la gente tomó masivamente las calles en directa reacción a su anuncio por televisión, observar a la policía actuar sin mayor norte, no preguntar, no controlar, no consultar, y no tomar recaudo alguno. También pudo autografiar varios retratos para el recuerdo y rubricar un decreto despedida ordenando una treintena de detenciones antes del helicóptero final. Pero no será llevado a juicio por ninguna de las muertes ocurridas.
Para la mayoría de la sala, en efecto, ya no hay nada más que investigar. Ha quedado establecido «no sólo que Fernando de la Rúa obró con la diligencia requerida para el rol que venía desempeñando sino también que no tuvo injerencia en la implementación del operativo de seguridad desplegado en la ciudad de Buenos Aires durante el 20 de diciembre de 2001». Actuó bien, en otras palabras. Y si algo salió mal es por responsabilidad de los miembros de su entorno, en quienes el presidente podía confiar dado que nada sugería que la represión se había salido de madres.
Para el juez disidente, en cambio, ocurrió otro diciembre, quizá más parecido al que percibimos otros y existen otros deberes y otras consecuencias. Por empezar, la investigación debe continuar. Por otro lado, todo demostraria que lejos de la diligencia debida, el acusado no cumplió con sus «… deberes de vigilancia, control o supervisión». Haber mantenido la orden de impedir las manifestaciones «a pesar de las consecuencias dañosas que, como era público y notorio, seguían produciéndose», alcanza ya, dijo el juez, para responsabilizar al ex presidente por su conducta negligente «de no haber actuado para que cesaran los resultados lesivos, pese a que sus comportamientos precedentes así se lo exigían y que, obviamente, tenía amplias facultades para hacerlo.»
El fallo acá