Por Ernesto Semán
Aplastado debajo de un cuarto de millón de secretos, resulta imposible apartar la mirada de la computadora y la mano del mouse. Como para preguntarse algo al menos. Por ejemplo, ¿qué hubiera hecho la Unión Democrática si, la semana antes de las elecciones de 1946, hubiera leído en los diarios el cable del diplomático norteamericano John Cabot evaluando que «el ascenso de Perón va a ser un gran paso hacia una revolución social en Argentina, que, con extremos de riqueza y pobreza, quizá no sea malo en sí mismo»? ¿Cómo habría salido la elección si La Prensa publicaba la sorpresa de Cabot frente al conservadurismo local, evaluando que «al lado de las viejas familias argentinas, los banqueros de Nueva York se parecen (al líder del Partido Comunista norteamericano), William Z. Foster»?
Quizá Perón hubiera ganado por un margen menos estrecho y los funcionarios norteamericanos hubieran pasado unas semanas de vergüenza, pero poco más hubiera cambiado. Estados Unidos, Cabot incluido, hubiera seguido apoyando a esas mismas familias y aquella revolución social habría seguido el mismo curso errático que tuvo. Cuando se apaga la luz del escándalo bajo la cual los medios alimentan su razón de ser, lo que se le presenta al mundo desde el domingo es la chance de leer en tiempo real lo que en general deberían ver sólo los historiadores varias décadas más tarde.
La mayor parte de lo que se ha publicado en estos días es el trabajo normal de los analistas de cualquier misión diplomática del mundo, basado en la defensa de los intereses del país que representan, una definición lo suficientemente vaga como para abarcar demasiado. Muchos cables revelan un esfuerzo no menor de los diplomáticos en impulsar los intereses de Estados Unidos, como en las conversaciones acerca de la relación entre China y Corea, los posibles acuerdos tácitos del Estado brasileño con organizaciones terroristas islámicas o los regateos para derivar a los presos de Guantánamo a algún otro lugar. Muestran también una cierta dedicación profesional por proveer al Estado y sus funcionarios de información clara y contundente. Y exhiben, además de las miserias ajenas, varios achaques propios: los cables no dejan dudas sobre el costo innecesario que tuvo el destrato al que se sometió a Arturo Valenzuela durante su paso por Buenos Aires, un funcionario menor y en descenso dentro del mundillo liberal norteamericano, que terminó por realzar voces internas y cohesionar una narrativa dispersa sobre el estado de las instituciones argentinas.
Las preguntas sobre la salud de los Kirchner son cualquier cosa menos alarmantes o inapropiadas. Lo interesante sería que el Estado argentino también pudiera contar con cables de su embajada en Washington dilucidando cómo lidiar con la pasmosa calma de Obama, cuál es la mejor manera de conversar telefónicamente y sacar algo al final de la charla, si le gusta recibir consejos o si prefiere diálogos cortos, o qué es lo mejor para lograr algo de una reunión con Hillary Clinton.
Pero eso difícilmente suceda. Así como los norteamericanos evidencian en sus cables un escaso acceso a los Kirchner, los funcionarios de la Cancillería argentina tampoco tendrían acceso a la Casa Blanca. Un Wikileaks de la Cancillería revelaría algo mucho peor que secretos de Estado: mostraría la descomunal cantidad de horas que a viejos embajadores con sueldos de más de 300 mil dólares al año se les van en criticar el arreglo floral de una recepción o en negociaciones transoceánicas que involucran a funcionarios en varios continentes sobre el pago de las sábanas para la residencia oficial. Lo cual es relevante cuando los gustos del embajador elevan el precio por arriba de los cuatro dígitos, lo que lleva directamente a otro tema, y es el extremo aislamiento en el que viven muchos de los diplomáticos de todo el mundo. Embajadores y funcionarios circulan por corredores cada vez más estrechos, sobreleyendo por las tapas de los diarios y los contactos con la decena de economistas y otros profesionales que en cada país dedican su vida a (y obtienen su salario y prestigio de) recibir a funcionarios de otros países, sobre todo de Estados Unidos, para decirles aquello que quieren oír. La negligencia con la que los diplomáticos norteamericanos parecen desconocer los mil datos y matices de las sociedades en las que viven no deja de sorprender: cuando describen a José Luis Rodríguez Zapatero como miembro de una izquierda trasnochada, cuando excluyen de toda evaluación el impacto político que podría tener en cualquier país de Europa el traslado de presos de Guantánamo, cuando indagan por el pasado de Jorge Taiana, cuando analizan el rol de las organizaciones radicales islámicas en los países de Medio Oriente, intoxicados de información subterránea en proporción directa a la incapacidad para interpretar el país que los acoge.
Nobleza obliga, no todo es así. Más allá de pifias antológicas, las evaluaciones de las agencias de inteligencia suelen ser mucho más precisas e informadas que las del Departamento de Estado, del mismo modo que algunos funcionarios de la Cancillería elaboran informes que son de enorme utilidad para la política exterior argentina.
Con el ventilador de Wikileaks prendido a toda velocidad, puede que esta vez las consecuencias sean más importantes para los Estados Unidos que medio siglo atrás. La difusión puede torcer el rumbo de la política hacia Irak, o de las estrategias más o menos conjuntas con China sobre Corea del Norte, sino por la difusión en sí, al menos porque enfatiza la influencia declinante de la diplomacia norteamericana. «Con su inmediatez desmemoriada y su exageración profesional», los medios de comunicación tienen una creciente capacidad para erosionar el accionar del Estado o las corporaciones en ciertas áreas, al mismo tiempo que impactan poco y nada en alterar las relaciones de poder sobre las que esas acciones se sustentan. «El lado oscuro del poder» que Wikileaks parece