Silvana Melo
(ape) Habrá existido tal vez otra vida en la que los pibes fueran parte de un proyecto de país, donde el futuro estuviera pensado para todos y con todos, incluyendo a las manos morenas y las canillas flacas, a los desconfiados de remera cortada y buzo con capucha que asoman de los arrabales, a los de bermuda de jean y zapatillas rotas que rompen a la adolescencia ya sabiéndose afuera por origen, por decisión pre natal, por pauta programática. Habrá existido alguna vez un país que no se ensañara con los jóvenes por distintos, por otros, por morochos, por llegados de los márgenes, como mareas de muertos vivos que se vienen encima de la gente de bien presa de rejas y alarma asistida. Si existió ese país, no es éste.
Hace un año desaparecía Luciano Arruga, un pibe cartonero del barrio 12 de Octubre de Lomas del Mirador. La policía le puso el ojo en la nuca: era perfecta mano de obra barata para cometer delitos guiado por los profesionales que no pueden ensuciarse las manos en forma directa porque se supone que son los que deben velar por la ley, cuidar a los buenos y auxiliar a la Justicia. El pibe se negó y el hostigamiento fue brutal. Hasta que un día tocó el timbre de la casa de su amigo Oscar y cuando Oscar abrió sólo encontró la nada.
El juez Luis Arias había denunciado el año pasado que grupos policiales adoctrinaban a chicos pobres para que cometieran delitos para ellos. El Gobernador y su inefable Ministro de Justicia sacaron las uñas en defensa de la intocable institución policial. Intocable literalmente: jamás un gobernador tuvo el coraje y la decisión política de meter mano fuerte dentro de la fuerza, atestada de metástasis de corrupción que después de 25 años de democracia y de complicidad política se ha vuelto un monstruo incontrolable. Nada de esto es ignorado ni por Scioli ni por Stornelli. Sólo es ocultado arteramente por necesidad de supervivencia política: un estornudo de la interna policial, una señal para bajar la guardia, una emboscada abrochada con la delincuencia conniviente puede terminar no sólo con un ministerio sino con un gobierno. El poder tentacular de la viciada estructura policial ha engordado como un Minotauro al que en lugar de neutralizarlo se lo ceba con sacrificios humanos para la cena.
Bastó para que tres mujeres hayan sido asesinadas en pocos días cuando les robaban el auto para que Carlos Stornelli, sin ponerse mínimamente colorado, reiterara la misma denuncia antes demoníaca de Arias: la policía recluta jóvenes marginales para robar autos y abonar el negocio de los desarmaderos. Por supuesto que quedó apenas en bravata, los jefes policiales triunfalmente en pie y Scioli insistiendo corajudamente con bajar la edad de imputabilidad. Porque si hay culpables de todos los males en la Provincia, ésos son los pibes. Esos mismos pibes que han sido excluidos brutal y sistemáticamente de todo sistema y a los que habrá que aniquilar o encerrar para que no se transformen, más temprano que tarde, en una violenta molestia golpeando las puertas de quienes los echaron.
Luciano Arruga es uno de ellos. Con nombre, con historia, con cara, con sonrisa, con barrio, con cartón elegido cuidadosamente para lograr un manguito más y comer algo distinto al otro día.
Tenía 16 años y cuando «se negó a robar para la policía», como aseguran familiares y amigos, una noche lo detuvieron por averiguación de antecedentes. Esa ambigüedad que legitima la arbitrariedad y el horror impune en el adentro de los calabozos. Lo molieron a golpes y terminó en un Policlínico de San Justo. Un mes después lo volvieron a detener: decían que había robado un MP3. Otra vez los golpes. Hasta que el 31 de enero su amigo Oscar sólo pudo intuir a Luciano por el timbrazo. Afuera ya no había nadie. Algunos efectivos fueron desafectados, pero sólo por un tiempo.
Si hubo alguna vez un país que se pusiera al hombro a los pibes y pensara un futuro integrador, no es éste. Sigue siendo, éste, un país de desaparecidos. De invisibles. Hay una masa de seres humanos de 14 a 25 años que el Estado no ve. Que la sociedad no ve. A la que le cierra las puertas de todos los sueños. Y cuando se aparecen de pronto, se hacen visibles por necesidad, por aullido, por sobrevida, les mandan a la policía. Que cumple con gloriosa eficiencia el rol que le ha sido concedido.
El 31 se cumplirá un año de la desaparición de Luciano Arruga. Otros 17 años que no están. Que no aparecen. Que se tragó la garganta letal de un país injusto hasta la médula. Que no es éste si alguna vez hubo un país que viviera a sus pibes. Porque éste alimenta, como a un Minotauro eterno y famélico, a un Estado que se los devora