por Gabriel Puricelli
Miradas al Sur, Año 3. Edición número 142
Domingo 6 de febrero de 2011
La separación que frecuentemente se hace entre reflexión intelectual y práctica política es una de las operaciones más forzadas que se puedan concebir. Sólo basta detenerse a pensar lo que se escribe o se dice por un instante para comprender que la acción política comporta por definición una reflexión. Más aún, pocas acciones sociales son menos automáticas que la intervención consciente, programática en los asuntos colectivos que es la definición misma de la política. Es por eso que cuando se habla de intelectuales y política se nos sugiere imaginar dos instancias separadas y excluyentes, contraviniendo lo que se manifiesta en la materialidad de las relaciones sociales. Ello no obsta que se deba distinguir entre un tipo de intelectual, el político profesional, y otro, el que ejerce el trabajo intelectual desde otra profesión. Pero aún entre esos dos conjuntos separados, hay un vínculo inextricable: hasta el escritor que se pretende imposiblemente aséptico en materia política, termina proveyendo metáforas que se infiltran en el lenguaje político y muchas veces lo organizan.
Ahora bien, hay otros cortes artificiales que se nos proponen desde esa forma de la baja literatura que es (aunque no siempre) el periodismo. Por ejemplo, cuando los buscadores de esa quimera que son las tendencias inventan un ahora donde los intelectuales realmente se involucran en política y un antes donde permanecían ajenos. Cuando se traza esa raya temporal, estamos tan sólo asistiendo a la confesión involuntaria del periodista de que antes él (y no los intelectuales) estaba mirando otro canal o bien a la explicitación de una línea editorial que ahora se acuerda de quienes trabajan con las ideas.
Sin ninguna pretensión de exhaustividad, un inventario provisorio de la producción de los intelectuales no dedicados profesionalmente a la política nos indica que desde la época de la contestación al régimen dictatorial, una praxis de reflexión sistemática de aquellos ha acompañado sin cesar la experiencia nunca acabada de la construcción de la democracia. Revistas como Punto de Vista, Cuadernos del Sur, El Rodaballo, La Ciudad Futura, Utopías del Sur, la emblemática HUM® (en forma, sobre todo, de extensos reportajes), entre los que ya no están, las siempre vigentes Realidad Económica o Criterio, las más jóvenes El Ojo Mocho o Pampa, Crisis, en su enésima y bienvenida reencarnación, dan cuenta de esa continuidad. También lo hacen las páginas de opinión de Página/12, La Nación y Clarín, espacios éstos donde una cierta pluralidad muestra el vigor de esta tarea inevitable de la crítica, que es la que define el carácter democrático de la Argentina actual.
El pluralismo de esa crítica y las variables relaciones con la política profesional que ésta establece complican también la tarea de quienes todo pretenden clasificarlo en categorías que sólo atienden a su propia (neurótica e indigente) necesidad de que todo esté ordenado en anaqueles mentales tan fijos como llenos de polvo. Porque lo cierto es que el vigor del debate actual brinda todos los días espacio a un Horacio González para ser tanto defensor de una estrategia política de la que forma parte, como para colocarse en el borde de la herejía con preguntas que incomodan a sus propios compañeros de ruta. También permite que una Beatriz Sarlo que no está dispuesta a hacer concesiones en el rigor de sus señalamientos a aquella misma estrategia, pinte la más hagiográfica pintura de Néstor Kirchner conocida desde su muerte.
Se trata de un momento vocinglero en el cruce entre la política profesional y la reflexión sobre ésta, pero éste expresa la continuidad de un debate democrático en el que hay que sumergirse con espíritu de batalla y sin preconceptos: las enseñanzas vienen de los lugares más inesperados y sería necio no estar abierto a ello.