«Déjenla ir, es la sobrina de Mubarak.» Hasta la excusa ofrecida por Silvio Berlusconi a la policía para que dejaran ir a la adolescente prostituida Karina «Ruby Robacorazones» el Mahroug pasó su fecha de vencimiento. La caída del egipcio y, antes que él, la de ese buen amigo de los poderosos de Italia que era el tunecino Ben Alí, se repiten como imágenes ominosas dentro de la cabeza de un jefe de Estado italiano que parece finalmente haber agotado los recursos para salirse con la suya, es decir, para mantener la ilusión forzada de que «lo Stato sono io», parafraseando al rey francés. Es vertiginosa la sucesión de hechos que precedieron a esta citación judicial, que es nada menos que la séptima que pasa por debajo de su puerta y que puede ser la gota que horade la dura piedra de que está hecho el hombre fundamental de las últimas dos décadas de la República Italiana.
La más reciente y contundente reacción a la violencia de Estado ejercida contra mujeres y niñas había provenido de las decenas de plazas colmadas el fin de semana pasado por manifestantes convocadas (y convocados) por una amplia plataforma femenina que pedía no sólo la renuncia de un político, sino la restauración de la dignidad de un género maltratado en la persona de algunas víctimas y reducido imaginariamente al ejercicio de una profesión antiquísima por el macho jefe de manada.
La demoscopia también acaba de producir el primer análisis de opinión que da (¡finalmente!) como muy posible perdedor al polo berlusconiano si se realizaran elecciones. Ello parece haberle dado a la oposición el empujón favorable del que careció en diciembre cuando fracasó en retirarles la confianza parlamentaria al gobierno y a los aliados xenófobos del jefe de gobierno, la Liga Norte, el toque de diana de que no se alcanzará el federalismo egoísta que propugnan de la mano de un proxeneta pescado in fraganti. Ni el jefe de éstos, Umberto Bossi, ni el ministro del Interior, Roberto Maroni, que pasó parte del día de ayer en actividades públicas junto al premier tuvieron una sola palabra para decir.
Con la calle, las encuestas y el palacio encrespados, Berlusconi se encerró en un mutismo casi tan ominoso como el silencio de sus aliados, hasta hace semanas prestísimos en la expresión de su solidaridad «incondicional».
Pero no es sólo él quien tiene que mover ahora y en la oposición no parecen sobrar ideas nuevas respecto de cómo terminar con el estado de excepción permanente que significa la presencia del Cavaliere en la escena política. Los reformistas del Partido Democrático (PD) habían olido la sangre horas antes de la citación judicial y su líder, Pierluigi Bersani, había sorprendido con un reportaje al diario La Padania, de la Liga Norte, con una oferta de realizar juntos los cambios constitucionales hacia una Italia federal. La sorpresa no debería ser tanta: la deserción de los de Bossi provocó en 1994 la caída del primer gobierno berlusconiano y abrió el camino a un quinquenio del centroizquierda. Más aún, la mano tendida por el PD tampoco sorprende en tanto se inscribe en una curiosa constante de los últimos meses: buscar cualquier coalición que le permita evitar aliarse con la novel Izquierda, Ecología y Libertad (SEL), la formación que con menos del 10 por ciento de intención de voto como partido atesora en su seno, sin embargo, al político más popular de Italia por estas horas, el presidente de la región de Apulia, Nichi Vendola.
La citación a comparecer el 6 de abril ante un tribunal compuesto exclusivamente por (tres) mujeres juezas es de una justicia poética elocuente, pero ese símbolo solo no es suficiente para exorcizar a la democracia italiana de los demonios no de la pasión privada de un individuo extraviado, sino de los modos de gobernar y de las ideas políticas que gran parte de la sociedad cercada por su propio envejecimiento y sometida por su burguesía a las incertidumbres de la globalización ha elegido reiteradamente. El encierro identitario y el dejar hacer a empresarios como los que amenazan con llevarse la Fiat a algún lugar donde no se respeten los derechos humanos en el lugar de trabajo se han combinado en un cóctel que muchos italianos han aceptado beber y que no será exonerado simplemente con una eventual (la prudencia impide aquí decir posible) salida del Cavaliere. Las tácticas que imagina la oposición para cerrar este acto no parecen tener demasiado en cuenta eso. Lo cierto es que no se trata tan sólo de forzar la partida de Berlusconi, que tal vez termine siendo una herida autoinfligida por su propia amoralidad, sino de asegurarse de que, una vez que se haya ido, no haya quienes lo extrañen.