Por Gabriel Puricelli *
El día en que el Partido Demócrata de los Estados
Unidos hizo historia eligiendo un descendiente
de africanos como su candidato presidencial,
no brillará en soledad en la coreografiada convención
que tiene lugar en Denver.
Por el contrario,
compartió la agenda y las conversaciones en bares
y pasillos con las reverberaciones del firme discurso
de Hillary Clinton del martes, con la moción de
ésta pidiendo la nominación de Barack Obama por
aclamación y con la expectativa por el discurso de
su marido ex presidente. Hay motivos para que esto
haya sido así. Por un lado, algunos cuadros demócratas
no digieren aún el hecho de que la formidable
campaña de la senadora por Nueva York haya sido
derrotada por la aún más formidable de su colega
de Illinois. Por el otro, algunos votantes de Hillary
vacilan ante la pregunta de los encuestadores que
les piden certeza acerca de su voto en las presidenciales
de noviembre. Sin embargo, son los analistas
políticos y la homogeneidad discursiva de éstos (se
sitúen en el lugar del espectro ideológico en el que
se sitúen), los que imponen en la prensa electrónica
y gráfica, en los viejos y los nuevos medios, la preocupación
por la conducta de esos ciudadanos, aun
cuando Obama se encuentra al frente en los sondeos.
Cuando un diario publica su última encuesta,
el titular elegido se refiere a esos electores, aparentemente
duros de convencer, y no a quién va primero.
Hay, por supuesto, otros temas cuya presencia en
la agenda no puede ser atribuida a los pundits que
colman las pantallas de los canales de noticias. Uno
es el ocaso (¿momentáneo?) de los Clinton como
jugadores fundamentales de la vida del partido
de Franklin D. Roosevelt. No es sólo la derrota de
Hillary en las primarias, sino el hecho que que el
vencedor sea, en realidad, una pareja vencedora, un
dúo que provee no sólo una alternativa de calibre
para la candidatura presidencial, sino una figura
elocuente y sólida para aspirar al lugar de primera
dama.
Saldada con elegancia y una poderosa demostración
de lealtad la relación entre los competidores
de las primarias, la última cuestión es: ¿estará dispuesto
Bill Clinton a emplear todo el prestigio de
que dispone y ser un general más en la batalla contra
los republicanos? Tanto la posibilidad de que
“arrastre los pies” sin entusiasmo, como la de que
actúe como aguafiestas imprevisto serían seguramente
caminos hacia el crepúsculo definitivo de su
influencia, algo que un líder perspicaz como él sabe
de sobra. Pero en él conviven el lado brillante que
lo llevó de Little Rock a Washington y el oscuro que
lo llevó a arriesgar el legado de su presidencia. Los
electores parecen decididos a negarles otros cuatro
años a los republicanos, pero éstos (y los analistas)
cuentan con que la sola presencia del último presidente
demócrata en la arena pueda deparar, sino
una sorpresa, al menos un motivo
para seguir llenando páginas.
* Co-coordinador, Programa de
Política Internacional, Laboratorio
de Políticas Públicas. Actualmente se
encuentra en Denver, Colorado.