Por Martín Caprrós en Crítica de la Argentina.
La iglesia cristiana primitiva lo tenía claro: su target estaba hecho de opositores varios, personas en franco desacuerdo con los modos y maneras del Imperio –pobres, mujeres, esclavos, metecos y otros
marginales– y entonces su consigna principal consistió en asegurar que ese mundo cruel e injusto tenía fecha de vencimiento: la promesa apocalíptica.
En sus tres primeros siglos, los seguidores del Jesús palestino no consideraban el Apocalipsis de Juan como un relato metafórico o lejano: era la descripción precisa de lo que iba a suceder un día de aquellos. “Esta
es la revelación de Jesucristo, que Dios le dio, para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder presto”, empezaba diciendo el librito –magistral, una de las grandes ficciones de la Antigüedad clásica– y prometía que, por sus pecados, el fin del mundo estaba cerca y llegaría con bestias fuegos aguas cataclismos hasta que, al final, los justos accederían al Reino de los Cielos.
El Apocalipsis sirvió, durante esos siglos, para que los fieles encontraran consuelo
en ese futuro tan cercano –“bienaventurados sean los pobres, porque de ellos es el
Reino de los Cielos”– y, también, para que la iglesia cristiana
se mantuviera alejada del poder: ¿para qué ensuciarse con
las minucias de un mundo que estaba por desaparecer? Sólo
que el tiempo pasaba y la Bestia anunciada no llegaba; los
fieles empezaban a cansarse, a murmurar, a entregarse a la
duda y la maledicencia. La iglesia cristiana lanzó entonces
una de las maniobras políticas más sofisticadas de la historia:
reconocer que sus profecías eran radicalmente erróneas
y obtener de esos errores un poder aún mayor. Gracias a
Agustín de Hipona y otro par de ideólogos, el Apocalipsis
pasó a ser una promesa a muy largo plazo, desplazada hasta
“el fin de los tiempos” –que se volvían cada vez más lejanos,
impensables. Así que la iglesia se preparó para una larga
estadía en esta tierra ruin –y se resignó a sus impurezas y
se acercó al poder político y empezó a convertirse en lo que
es: el mejor aparato de control social que inventaron los
hombres; el que, so pretexto de ofrecerte un mundo futuro,
te dice cómo tenés que vivir en el presente. Y todo porque el
Apocalipsis tan esperado no terminaba de llegar.
En la Argentina, salvando las distancias, una política cristiana
enfrenta una disyuntiva semejante: la doctora Elisa
Carrió lleva años anunciando un apocalipsis que nunca sucede.
Algunos dirán que es por eso que ahora, cuando tantos
empiezan a cansarse de sus profecías incumplidas, se resigna
a ciertas impurezas, se acerca a ciertos poderes y propone
candidatos como Alfonso Prat-Gay o Patricia Bullrich y dice
que podría aliarse con señores como Mauricio Macri, Francisco
de Narváez, Julio Cobos, Carlos Reutemann y quien quiera que sea su “pata
peronista” –o su gansa radical.
La doctora Carrió es uno de los fenómenos más curiosos de un campo lleno de
fenómenos: la política argentina contemporánea. La doctora surgió del partido
radical de una provincia alejada; en un momento en que el glamour –cierta idea del
glamour– y el analfabetismo funcional dominaban la escena telepolítica, sus frases
y su género y su aspecto llamaron la atención. En esos días la doctora Carrió empezó
a constituirse como el gran referente del honestismo.
–Me pueden decir que soy loca y muchas otras cosas, pero no pueden decir que robé
y que me enriquecí, que pacté, que me financiaron las empresas…
Dijo hace poco en este diario. El honestismo es la tristeza más insistente de la
democracia argentina: la idea de que cualquier análisis debe basarse en la pregunta
criminal: quiénes roban, quiénes no roban. Como si no pudiéramos pensar
más allá, como si no se pudiera hacer honestamente una política para los
ricos o una para todos, como si no hubiera líderes honestísimos nefastos,
como si el señor Bush hubiera necesitado robar algo para armar el desastre
que armó. El honestismo ya dejó su marca en la política argentina:
fue la confusión que llevó al gobierno a aquella Alianza entre radicales y
progres que terminó convocando al licenciado Cavallo. El honestismo no
tiene línea política, lanza admoniciones; el honestismo es la resignación
del debate político en aras de la encuesta judicial, pero hubo tiempos
–que duran, supongo– en que algunos creyeron que el honestismo era de
izquierda o, al menos, progresista –y se sumaron al partido de Carrió. Que, en aras
de la política mediática, se los cargó.
Porque la doctora Carrió es la encarnación contemporánea de ese personaje tan
nuestro que es el político mediático: alguien que no tiene partido ni proyecto pero
da bien en los programas periodísticos y critica con gracia y entonces junta una
popularidad extraordinaria en un tiempo muy corto –y después
la pierde en un tiempo aún menor, en cuanto tiene que
hacer algo. Chacho Álvarez fue el ejemplo más visible, pero
también hubo Graciela Fernández Meijide o Luis Miguel Zamora.
Todo, por supuesto, con el debido tono tremebundo:
la doctora es la mejor cultora de este arte argentino de devaluar
palabras; si matar a dos personas es una masacre y un
choque rutero una hecatombe, este gobierno puede ser una
dictadura como la de Ceaucescu, sus integrantes dementes,
su jefa la madrastra de Blancanieves y así de seguido. No se
trata de pensar, analizar; el telepolítico debe adjetivar con
hipérbole y sonora rimbombancia.
El telepolítico, como bien dijo Chacho Álvarez a principios
de los noventa, está incómodo con un partido organizado
alrededor de un proyecto: eso limita su autonomía y su
inspiración. El telepol debe tener libertad completa para ir
cambiando de línea, ideas, programa según los momentos y
los climas, así que un partido –con compañeros que piensen,
opinen y actúen– lo molesta. La doctora Carrió, telepol antonomásica,
no dudó en cargarse su partido: echó uno tras otro
a quienes la habían acompañado y le pedían cierto debate,
cierta participación, cierta coherencia. La doctora encarna
el individualismo más descarnado, irreductible: yo digo, yo
callo, yo voy a hacer, yo voy a deshacer, yo me voy, yo vuelvo,
yo nunca me fui, yo nunca estuve. Si hacer política es debatir
y participar y construir con otros –y siempre le criticamos al
kirchnerismo su incapacidad para hacerlo–, la práctica de la
doctora Carrió es otro ejemplo de la antipolítica nacional contemporánea.
Lo cual hace muy difícil discutir su posición y sus alianzas, porque cambian sin cesar.
Hay un aparato que se llama cámara de Wilson, una especie de ensaladera llena
de niebla en cuyo vaho se va marcando la trayectoria de unas partículas enloquecidas:
trazos acelerados, caprichosos, ilógicos. Si alguien quisiera –¿por qué habría
de querer?– hacer un gráfico de las posiciones políticas de la doctora Carrió en los
últimos años, el dibujo sería una cámara de Wilson: idas y vueltas y firuletes de un
electrón desbocado en la neblina. Pero ahora, por lo menos, definió sus alianzas, se
lanzó a la derecha, y va a ocupar, por un tiempo, ese lugar. Lo cual aclara los tantos.
Servirá, para que sigan claros, recordar que el honestismo, efectivamente, “no es de
izquierda ni derecha”: