«Los limites están definidos por el acuerdo que has hecho acerca de lo que es posible. Cambia este acuerdo y podrás disolver el limite…»
Wayne. W. Dyer
La capacidad de compresión que necesitamos abrazar para lograr deformar y matizar los procesos culturales que se han establecido y asentado fuertemente en nuestra sociedad, a efectos de poder darle nuevas formas y diferentes sentidos está relacionada íntimamente con procesos de deseo. Deseos colectivos y deseos individuales. Deseos que desean libertad, pero que también desean sumisión; que sueñan emoción pero que también sueñan su propia represión, sobre todo en estado de vigilia. Vivimos inmersos en procesos de deseo y estos procesos íntimos moldean la capacidad de compresión que poseemos acerca de la realidad. La cultura que conocemos, que producimos y que palpamos cotidianamente se relaciona con procesos de deseo que se bifurcan y se ramifican incesantemente.
Existen sin embargo, entre bastidores, ciertos límites que debemos flanquear. Para lograr este objetivo debemos doblegar dichos límites con la finalidad de conseguir un acceso a ciertos replanteos, esbozos e ideas que aflojen la tensión de las coordenadas impuestas y den rienda suelta al pensamiento.
En nuestra sociedad la cultura cumple muy frecuentemente (¡no siempre!; ¡existen resistencias culturales por doquier!) un rol sedativo que se objetiva y cristaliza en diversas actividades generándole a nuestra capacidad crítica una especie de «parálisis». La versatilidad cultural de nuestros días adquiere de esta manera una volatilidad que anestesia nuestra capacidad de análisis y nos envuelve en un viaje aletargado. De esta manera, podemos observar que la función de la cultura está completamente desvirtuada ya que no se plantea la misma como un bastión de cambio político, sino que se la utiliza como un dispositivo de distracción. Creo que es necesario aclarar que no hacemos un juicio de valor negativo acerca del rol cultural enfocado en la distracción y/o diversión, pero asimismo creemos que es imprescindible afirmar la fuerte convicción que poseemos de que la cultura, entendida inherentemente como política cultural, cumple un rol mucho más importante y trascendente. No consideramos que sea un error el que la cultura «divierta», pero creemos acertado plantear que este divertimento es sólo (apenas, diríamos) una pequeña ramificación de una máquina mucho más compleja y poderosa: la cultura y su accionar político debe ser visualizada como una gigante e inmensa máquina de guerra.
La acción política esta destinada al siguiente fin: alisar el terreno, prepararlo para flanquear murallas y edificios que hoy observamos pasivamente ya que han formado parte de nuestra perspectiva desde siempre, desde que nos olvidamos que existe la posibilidad de olvidarlos y de crearlos nuevamente. Generar las condiciones propicias para armarse de afectos e instituciones que nos ayuden a enfrentar el miedo que se apodera de nosotros cuando el terreno está vacío, dispuesto y propicio para una nueva codificación de valores. El desafío de la política cultural es enfrentar la incertidumbre y convertirla en una herramienta revolucionaria; no reaccionaria.
Entonces pensamos: la acción política es una batalla de valores y de creencias; es un cúmulo de batallas atomizadas que serpentean y conforman identidades; bautizan las tierras y enarbolan banderas. La cultura es una máquina de guerra, un taller de la risa; un salón de lectura, un teatro repleto de títeres danzantes. Inscribe en su andar dramaturgia, solemnidad y caricatura pero fundamentalmente, posee la extraña y grandiosa cualidad de poder colarse; filtrarse en cada palabra. Se proyecta e impacta en cada acto de presencia y ausencia, funciona sin que lo sepamos y construye a través de un simple gesto. Es irreverente y escurridiza, no reconoce jerarquías y no pide permiso para levantarse en armas. Es una máquina que produce afectos y efectos; que prevalece en el tiempo interno; (el Verdadero Tiempo); pero también en el tiempo que marca el reloj y que nos hace a todos por momentos vivir en intensidades similares.
El punto crucial que es preciso destacar es que la política cultural no puede ser visualizada ingenuamente. No se trata de una agenda política ordenada y estructurada concèntricamente. No hay un punto nodal ni una esencia del mismo, sino más bien una idea desparramada, un accionar que se sumerge y que se filtra produciendo espirales de sentido, de poder y de un tipo de confrontación que no es disciplinada. Visualizar a la política cultural como una maquina de guerra implica aceptar positivamente el desborde que ésta produce. Aceptar el desafío y el compromiso de intentar canalizar los posibles frentes de batalla que van surgiendo, jugando con la idea de que no hay una forma preestablecida de encauzar el producto de nuestras batallas culturales para dejarlas estáticas e inmutables, ni aquí ahora, ni en un futuro. Podemos darles forma, marcar un camino, procesar la incertidumbre del resultado y prevalecer en el intento de que el flotamiento que produce esta guerra no nos asfixie. La producción de la política cultural es desbordante y posee una potencia creativa incalculable que se cuela y se escapa muchas veces al sentido que se le intenta dar. El reto es intentar lidiar con la innovación permanente que implica la batalla cultural sin apresarla, sino más bien dándole la libertad de expresión necesaria para que germine en su andar colores nuevos y diversos. La meta es direccionar el proceso sin que el mismo se convierta en una dictadura de sentido y de acción.
El sistema capitalista imperante en el cual vivimos tiene la increíble y poderosa cualidad de capturar las producciones creativas del ser humano y de volverlas funcionales a sus caprichos. Esta es una de las características más astutas que posee y que utiliza. Es necesario cuestionar e intervenir en este proceso de cooptación sistemático del capital para lograr redireccionar el valor que genera hacia objetivos comunes que beneficien al conjunto de la sociedad. Es necesario re-capitalizar el movimiento y el sentido que retorna incesantemente en el sistema capitalista. Esta re-capitalización no implica un problema conceptual, sino que plantea un acertijo de «forma». Es dicha forma la que debe ser re-capitalizada. Es preciso perforar el sistema visceralmente; agujerear el oscuro trasfondo que no implica (ni mucho más, ni mucho menos) que enfrentarnos con la oscuridad propia de nuestra cotidianeidad; de nuestros juicios preestablecidos; de nuestros miedos, amores; pasiones. Es por ello preciso y fundamental que comprendamos el sentido de la cultura, como una maquina de guerra que no ataca frontalmente, sino que más bien, funciona de maneras fragmentarias y atomizadas; que imprime formas que son factibles de re-formar. Buscar un nombre que aplique a esta reformulación y confrontación seria un error. Los nombres son múltiples y cambiantes y la producción cultural que los origina es infinita y discontinua.
La política cultural es un arma que batalla en cada instante; es un acontecimiento. Es inútil pretender darle un nombre concreto. Pero es a su vez, esta cualidad la que nos permite situarnos positivamente frente a una realidad compleja: una realidad social en donde debemos alisar el terreno, prepararlo para flanquear murallas y arremeter con la máquina de guerra que poseemos todos, con cada movimiento y con cada palabra. La cultura, entendida como una maquina de guerra instalada en todos nosotros va cobrando una forma real que nos permite visualizar lo que nos rodea como un campo de batalla y a nosotros mismos como armas. Nuestros cuerpos, nuestro lenguaje, nuestros afectos; ¡todo lo que de nosotros emana se convierte entonces en un arma potencialmente revolucionaria!
Es ahora, en el tiempo interno presente de cada uno de nosotros cuando logramos imaginamos como un arma, cuando podemos sentir el potencial real que poseemos para dar una batalla cultural genuina. Es ahora cuando maquinamos, producimos, creemos y deseamos. ¡Hay que estar alertas! la guerra está instalada y la máquina cultural esta en marcha.