Por Oscar Taffetani
(APe).- Hablemos de Irena Sendlerowa, de Irena Sendler, de Jolanta -como la conocían los niños del ghetto de Varsovia, en tiempos de hipocresía y exterminio. Los nazis habían dicho «es provisorio», «lo hacemos por su propia seguridad», «lo hacemos por razones de higiene»… y mientras tanto iban dejando que a los niños del ghetto los matara el hambre y la peste, y que las familias se fueran desgranando cual mustios racimos, en silencio, obreros de su propia muerte, cómplices de su propia desaparición.
Contra esa ignominia, contra esa barbarie consumada en nombre de una falsa moral y un falso dios (porque no puede haber ciencia ni creencia que consienta el exterminio) fue que reaccionó Irena. Ella sola. Ella y su tocaya Irena Schultz, también polaca y también enfermera. Ellas y otras tantas -y otros tantos-, cuyos nombres ni siquiera quedaron anotados en un papel o una pizarra.
Entre 1939 y 1942, Irena Sendler actuó como enfermera de la Asistencia Pública, llevando alimentos y ropa a los comedores comunitarios. Pero al crearse el ghetto de Varsovia, decidió unirse a la Zegota, una organización que ayudaba a la poblacion sitiada. Así consiguió un permiso para efectuar el control del agua potable y prevenir las enfermedades contagiosas (los nazis temían que un brote de cólera o tifus se propagara por toda la ciudad).
Más de 1.500 niños -reveló después una investigación- fueron evacuados secretamente del ghetto gracias a la astucia y al valor de Irena Sendler. En la caja de su camioneta, la enfermera llevaba un perro entrenado para ladrar a los uniformados. Al momento de pasar los controles, cada día, los ladridos del perro y el miedo de los soldados a contagiarse alguna peste, facilitaban las cosas. Niños en cajas de herramientas; niños vivos en ataúdes para niños muertos; niños metidos en bolsas de arpillera; niños que salían por las cloacas y alcantarillas del ghetto, con los mapas y rutas que les había marcado Irena. Así era el plan, el pequeño y sistemático plan de la enfermera.
Antes del histórico alzamiento del ghetto, en 1943, Irena alcanzó a esconder en dos frascos de vidrio, bajo un árbol, las listas de los chicos que había salvado. Lo hizo con la esperanza de que algún día sus familiares pudieran encontrarlos. Poco tiempo después fue apresada, torturada, sometida a un consejo de guerra y condenada a muerte. Pero el oficial encargado de la ejecución (presuntamente, sobornado por la Zegota) la dejó escapar y la dio por muerta en los registros. Al fin de la guerra, aquella enfermera invencible desenterró los dos frascos con sus anotaciones y le brindó la información al doctor Adolf Berman, presidente del primer comité de víctimas sobrevivientes de la Shoa (holocausto del pueblo judío).
Alguna vez hablamos, en estas mismas páginas, del maestro Korczak, héroe y mártir del ghetto de Varsovia, alguien que rechazó privilegios y que decidió ir a la muerte cantando, abrazado a sus niños. Hoy toca hablar de Irena Sendler, sencilla y heroica mujer que alcanzó a salvar a muchos niños en la Polonia ocupada por los nazis. Algunos de esos niños sobrevivientes pudieron reconocerla y agradecerle recién entrados los ’60, cuando la Yad Vashem de Israel le otorgó el título de «Justa entre las Naciones». En 2003, ya nonagenaria, recibió en su propio país la Orden del Águila Blanca, la más alta condecoración civil. Irena Sendler murió el 12 de mayo de 2008, a los 98 años. Fue nominada para el Premio Nobel de la Paz, dos o tres veces. Pero en la agenda del Nobel, en estos últimos años, hubo otras prioridades (Al Gore, Barack Obama, etcétera).
Aunque los premios y las recompensas, a decir verdad, a ella le importaban poco. «La razón por la cual rescaté a los niños -dijo una vez- tiene su origen en mi hogar, en mi propia infancia. Fui educada en la creencia de que una persona que necesita debe ser ayudada de corazón, sin mirar su religión o su nacionalidad».
Otro ghetto. Otra masacre
La semana pasada, comandos israelíes tomaron por asalto el buque de bandera turca Mavi Mármara, parte de una flotilla con ayuda humanitaria que intentaba romper el bloqueo a la Franja de Gaza, causando la muerte de nueve civiles. El estupor y la indignación que causó ese ataque, en todo el mundo, comenzó a mover otra vez las fichas en el (mentiroso) tablero de la diplomacia internacional.
La reacción de Turquía (hasta ese momento, en buenas relaciones con Israel), la protesta activa de los países del Islam y los movimientos en el disperso y contradictorio «bloque árabe», llevaron al G-7 y a su líder, Estados Unidos, a exigir que Israel investigue los hechos y sancione a los culpables. Como se estila en estos casos, el gobierno de Netanyahu creó una comisión investigadora, si bien aclarando, por boca de su ministro Benny Begin, que la comisión examinará únicamente dos cuestiones, «si el bloqueo marítimo es conforme al derecho internacional y si la operación que lanzamos contra la flotilla fue también conforme al derecho internacional» (AFP, 8/6/10).
En la estrecha Franja de Gaza, aislada y cercada como alguna vez lo estuvo el ghetto de Varsovia, sobrevive hoy un millón y medio de personas. Su promedio de edad oscila entre los 15 y los 17 años. El 45% no tiene empleo, y el 86% depende de la ayuda externa para subsistir. La mayor parte de las viviendas destruidas durante los bombardeos de 2008 no ha podido ser reconstruida (puesto que el bloqueo impide la entrada de camiones con cemento, hierro o materiales de construcción). La infraestructura eléctrica y sanitaria tampoco se recuperó desde los bombardeos. Actualmente, hay en Gaza 40 mil personas sin electricidad, y 10 mil carecen de agua corriente.
No tiene sentido enumerar las carencias ni seguir consignando los altos índices de mortalidad de madres y niños, ni los daños irreversibles que se producen en el cuerpo y el alma de cualquier ser humano expuesto a tamaño castigo. ¿Esperan los verdugos de Gaza -nos preguntamos- que haya en los corazones de los niños que salgan de ese infierno, otra cosa que odio y deseo de venganza?
Sin embargo, las noticias de toda esta barbarie vienen acompañadas, esta vez, por otras noticias más alentadoras, que nos dicen que en la misma Tel Aviv, el pasado domingo, decenas de miles de manifestantes salieron a la calle desafiando al Estado fascista y militarista y exigiendo el cese de «la fuerza, la altanería y la idiotez».
Hubo gases, hubo represión y violencia contra esa protesta. Era de prever. Pero hubo también la auspiciosa señal de que alguna «Jolanta», alguna Irena Sendler, o varias, o varios, están trabajando en la sombra, en los resquicios que deja esa maquinaria de muerte, para poner una semilla distinta: la semilla de donde crecerá algún día el árbol, el magnífico árbol de una sola e indivisible raza humana.